Marzo de 2003 - Año No. 1 - Edición No. 3

 

 

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FILOSOFÍA

 

EL OYENTE MUSICAL

 

 

Santiago GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ
Abogado. Profesor Titular de Derecho Administrativo.
Universidad de León.
España.

 

Pensando en la música clásica, quiero reivindicar el mérito del oyente. Ser oyente musical tiene su arte. Sus reglas, su técnica.

                El mérito en la música corresponde al intérprete aplaudido, al director elogiado, al compositor in memoriam glorificado. ¿Qué sería de ellos sin el oyente?

                Un compositor o intérprete podrá no ser oyente modelo. Y hay buenos oyentes que no podrían ser intérpretes o ni siquiera críticos. Cada uno de ellos tiene su propio escenario, su propia realidad.

                La vocación musical del oyente, acaso, puede ser mayor. Todos sabemos que cuando uno vive de un oficio, su objeto pierde, desde aquella su posible ilusión inicial. Disputas económicas, rencillas entre concertinos, pugnas entre famosos, tratos injustos, esto son las profesiones también las musicales, pero no la música. El oyente en cambio, en la música, queda al margen de las miserias humanas de tipo laboral o profesional. El oyente estaría en mejor disposición para vivir y mantenerse en la música pura, para entablar una relación estrecha con el arte musical, para residir en un palacio filarmónico en pleno campo donde no llega la contaminación atmosférica de los vehículos ni sus grandes autopistas.

                Sobre el oyente gravita la música, le golpea pero no como sujeto pasivo. El oyente puede crear su propio arte, su propio momento musical, provocar la sensación adecuada. Gran secreto esconde la música en poder crear una realidad propia al margen de la realidad aparente de las cosas, con igual intensidad vital, con igual realidad.

                Oyente disciplinado no pueden serlo todos. Ser oyente musical es en gran medida un don natural. No estamos ante un problema de audífono. Oyente se nace o no se nace, aunque siempre se hace. A quien posea esta facultad se le abren las puertas de un mundo rico, con un tesoro inalcanzable e incomprensible para otros. El tesoro de las sensaciones.

                El oyente perfecto es el que sabe qué quiere decir la música en cada momento, es el que distingue cuándo es aquélla intensa y cuando placentera descansa entre remansos. Es el que capta cuándo los acordes exigen atención y cuándo no. Capta el mensaje directo y la tregua y el misterio y la posibilidad incluso del abandono huyendo por el pensamiento de cosas propias o imaginarias.

                La música vive gracias al oyente. Para el compositor la música es pentagrama, papel, realidad muerta; para el oyente, sonido y silencio, realidad viva. Así la música es.

                Compositor y oyente, éste observador de aquél. El oyente sabe cuándo el compositor le requiere una especial atención, y cuándo no. Un oyente intima con el compositor y lo conoce a través de la música. Otros lo conocerán leyendo biografías. El oyente conoce a su modo lo humano de la obra, sus grados de intensidad, el mensaje, lo que en la obra es preparación, lo que es ascensión, climax.

                Capta el lapsus que prepara sorprender; o se deja sorprender directamente, o retrocede valorando en su justa dimensión el mérito del momento precedente. Recibe esperando atento incluso el posible guiño de la obra musical. El oyente es un experto de la visualización musical. En la obra existen un par de segundos sagrados de petrificación del oyente, la música se convierte en roca y ésta se desploma. Como en el teatro, en el concierto hay también momentos para frases como "ser o no ser" o "mi reino por un caballo". Estos momentos, en la música, son también identificables. El resto no tiene peor calidad. Pero es distinto. En aquéllos, el oyente no puede perderse, perder la atención. No sería oyente. Es preciso saber morir por un instante. Hay en la música recobecos, subidas y bajadas, desniveles, idas y venidas. Hay en la música sensaciones de estremecimiento hondo, de depresión, de lo sublime, de lo miserable, la pasión, el patetismo, la burla, el superhombre y el genio. Todo esto somos oyendo. En efecto, todo esto somos oyendo.

                La técnica permite hoy, y desde hace ya tiempo, un especial protagonismo musical al oyente. Con grabadoras y reproductoras puede éste crear sus propios mundos, recrearse en una segunda realidad, al margen de las cosas circundantes. Esta es la gran aportación artística, poder olvidarse. La realidad de las cosas puede dejar de ser. El oyente artista necesita esto de vez en cuando. El oyente inventa, combina su momento personal con el carácter de la obra que de antemando suele conocer. Los grados e intensidades los decide él mismo. Las posibles combinaciones, colores, sabores, las relaciones profundas y diversas de sinestesia entre realidad e irrealidad.

La suerte de la música es que divierte. Es un estudio que recrea. El oyente ha de estudiar. Captar la obra lleva tiempo, varias audiciones, ir con calma ir llegando. Es como un viaje, con su trayecto y su llegada, aunque el nuestro con eternos retornos. Fenómeno curioso éste, posibles diferentes viajes a un mismo lugar. Y a veces ni el estudio llega. Es el "don" del que hablábamos. A veces, en efecto, la música, lástima, no pasará por nuestro campo interior, pues esquiva se marcha sin ser versada, algo habrá fallado.

 

El oyente, en cuanto estudioso, es modesto. Se acerca a la obra con humildad. No hace como quienes desprecian (por ejemplo la composición del siglo XX) sin haberla escuchado. Tampoco por ello el oyente se rinde frente a la música. Eso sí, después de estudiar. No siempre aquélla tiene razón, ya que el oyente musical tiene su propio criterio y su época y, sobre todo, su propia realidad. El oyente es artista a su modo en su modesta realidad. Que tampoco por ello es la realidad del crítico. Ni mucho menos la del musicólogo, aunque es cierto que el conocimiento histórico de la obra oida puede proporcionar una mayor intensidad (que de eso se trata) a la experiencia vivida del oyente.

El oyente musical se apropia de la obra y la considera en una pequeña parte algo suyo. Toda obra requiere ser conocida, presupone una relación previa. Por eso, acudir de sopetón a una sala de conciertos sin conocer antes la obra podrá no decir nada al oyente, más que transmisión de algunos acordes placenteros. El disfrute de la obra es algo diferente a esto. Esto otro es espectáculo, o algo diferente, algo diferente a la relación musical.

                El riesgo del oyente está en el retorno al mundo después de haber visto y experimentado algo superior y mágico. Cuando Moisés (de Schönberg) desciende del Monte es un ser supremo, insoportable, que se permite ordenar y mandar a los demás. ¿Por qué, si no por haber visualizado, sólo él, algo supremo y trascendente? Algo parecido puede ser la experiencia y riesgo del oyente musical. Después de sentirse divino ha de evitar la sensación de ver pequeñas las cosas, intranscendentes o mundanos los comportamientos, trivial el mundo, banal e insustancial la realidad. El oyente puro querría lo imposible, traladar a la realidad las leyes de la música. Querría encontrar una traducción de la música en clave política y regir así los destinos del cosmos. El oyente musical conoce los entresijos de un mundo oculto. Asciende divino a la cima pero también desciende demonio del camino a la gruta. Es en todo caso rico, inmensamente rico, y toda riqueza puede originar vanidad. Esta reflexión tiene también, lógicamente, una vertiente política, que no nos interesa ahora, la de ensayar la relación entre este comentario y por ejemplo el período de entreguerras, cuando la música llegó a ser expresión y huida de realidad y posible origen indirecto de trágicos desenlaces [1].

                Todo aquél que tiene un tesoro vive en él. El riesgo del oyente artista es no salir de palacio, como le pasó al personaje de Karl Huysmans [2]. Pero la riqueza del arte musical es diferente, es intangible. Al oyente musical le estaría lógicamente vedado ingresar en cualquiera de los clubes de ricos del planeta. Imaginémonos un oyente que, por rico en su arte, acudiera a aquéllos solicitando su ingreso. ¿Quién paga después las cuotas? ¿Y los banquetes? ¿Y cómo ir sin joyas o adornos y quién esos vestidos de los que uno ni siquiera recuerda la marca? Riqueza en el tonel de Diógenes. Grandeza y miseria esta riqueza musical. Grandeza por poderse ver pequeños a los más grandes, a estos otros ricos y a los famosos y a los poderosos. Miseria, pues mientras ningún adinerado cambiaría su suerte por experimentar los placeres del rico oyente algún filántropo sí canjearía su riqueza por poder gozar de la opulencia de los ricos. Pero hay por supuesto ricos que pueden ser buenos oyentes, porque no se cumple aquí el dicho bíblico del camello y la entrada en el reino de los cielos.

                Pero qué riqueza ésta tan peculiar. Ni siquiera se puede presumir de ella. Se puede presumir de reloj rolex y de coche porche y de chica con moto suzuki y de tener finca con caballos y cada vez son más los que tienen casa con piscina en el tejado y hasta se puede presumir de hijos, se dice. Pero difícil lo tiene el sabio oyente. Ni un milímetro que se deslice, so pena de padecer duras censuras. Acaso por eso cada vez hay menos sabios. No es rentable y hoy todo debe ser rentable. Y así llega este ensayo a otra variante, al oyente light o pseudooyente, normalmente jóvenes que creen tener un mundo celestial, pero a quienes les falta el sustrato, es decir el nivel de calidad de la música a la que me estoy refiriendo siempre, es decir todo menos cancioncillas y pop. Sobre todo en público y en televisión. No digamos cuando son niños de seis años los que hacen el caraoque.

                Aunque ricos musicialmente los oyentes auténticos suelen ser, curiosamente, personas profesionalmente modestas, aunque en todos ellos se descubre siempre esa chispa del saber que se tiene algo propio, difícilmente explicable aunque todos en su melomanía saben de que se trata.

                Y termino, pues, como empecé. La realidad del oyente es propia. No hace falta ser intérprete para ser artista. El oyente musical tiene un arte propio. Y es preciso reivindicar la sustancia y la alta dignidad de su realidad personal. El oyente afirma la posibilidad de vivir en el arte sin ser actor directo. La música como oyente origina un compromiso, una pauta vital, algo que marca las vidas, ritmos y movimientos.

 

                Bibliografía:

                S. GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ, "La segunda realidad, ensayo didáctico satírico sobre la realidad, la fama y las sensaciones" (Editorial Comares, 2002), con otras referencias bibliográficas.

                S. GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ, "España no es diferente", Editorial Tecnos, Madrid 2002.

                F. SOSA WAGNER, "Los juristas, las óperas y otras soserías", Madrid Civitas 1997.



    [1] Puede verse S. GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ, España no es diferente, Editorial Tecnos (Anaya), Madrid 2002 páginas 140 y ss.

    [2] Me refiero a su obra Au rebours.

 

 

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Actualizado el: 26 de noviembre de 2005

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