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Mayo de 2004 - Año No. 2 - Edición No. 9 |
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LOS PRINCIPIOS DEL LIBERALISMO | ||
Jesús Huerta de Soto Profesor catedrático de Economía Política. Universidad Complutense de Madrid - España.
El
liberalismo es una corriente de pensamiento (filosófico y económico) y
de acción política que propugna limitar al máximo el poder coactivo
del Estado sobre los seres humanos y la sociedad civil. Así, forman
parte del ideario liberal la defensa de la economía de mercado (también
denominada “sistema capitalista” o de “libre empresa”); la
libertad de comercio (librecambismo) y, en general, la libre circulación
de personas, capitales y bienes; el mantenimiento de un sistema
monetario rígido que impida su manipulación inflacionaria por parte de
los gobernantes; el establecimiento de un Estado de Derecho, en el que
todos los seres humanos -incluyendo aquellos que en cada momento formen
parte del Gobierno- estén sometidos al mismo marco mínimo de leyes
entendidas en su sentido “material” (normas jurídicas, básicamente
de derecho civil y penal, abstractas y de general e igual aplicación a
todos); la limitación del poder del Gobierno al mínimo necesario para
definir y defender adecuadamente el derecho a la vida y a la propiedad
privada, a la posesión pacíficamente adquirida, y al cumplimiento de
las promesas y contratos; la limitación y control del gasto público,
el principio del presupuesto equilibrado y el mantenimiento de un nivel
reducido de impuestos; el establecimiento de un sistema estricto de
separación de poderes políticos (Legislativo, Ejecutivo y Judicial)
que evite cualquier atisbo de tiranía; el principio de autodeterminación,
en virtud del cual cualquier grupo social ha de poder elegir libremente
qué organización política desea formar o a qué Estado desea o no
adscribirse; la utilización de procedimientos democráticos para elegir
a los gobernantes, sin que la democracia se utilice, en ningún caso,
como coartada para justificar la violación del Estado de Derecho ni la
coacción a las minorías; y el establecimiento, en suma, de un orden
mundial basado en la paz y en el libre comercio voluntario, entre todas
las naciones de la Tierra. Estos principios básicos constituyen los
pilares de la civilización occidental y su formación, articulación,
desarrollo y perfeccionamiento son uno de los logros más importantes en
la historia del pensamiento del género humano. Aunque tradicionalmente
se ha afirmado que la doctrina liberal tiene su origen en el pensamiento
de la Escuela Escocesa del siglo XVIII, o en el ideario de la Revolución
Francesa, lo cierto es que tal origen puede remontarse incluso hasta la
tradición más clásica del pensamiento filosófico griego y de la
ciencia jurídica romana. Así, sabemos gracias a Tucídides (Guerra
del Peloponeso), cómo Pericles constataba que en Atenas “la
libertad que disfrutamos en nuestro gobierno se extiende también a la
vida ordinaria, donde lejos de ejercer éste una celosa vigilancia sobre
todos y cada uno, no sentimos cólera porque nuestro vecino haga lo que
desee”; pudiéndose encontrar en la Oración Fúnebre de Pericles una de las más bellas descripciones
del principio liberal de la igualdad de todos ante la ley.
Posteriormente en Roma se descubre que el derecho es básicamente
consuetudinario y que las instituciones jurídicas (como las lingüísticas
y económicas) surgen como resultado de un largo proceso evolutivo e
incorporan un enorme volumen de información y conocimientos que supera,
con mucho, la capacidad mental de cualquier gobernante, por sabio y
bueno que éste sea. Así, sabemos gracias a Cicerón De
re pública, II, 1-2) cómo para Catón “el motivo por el que
nuestro sistema político fue superior a los de todos los demás países
era éste: los sistemas políticos de los demás países habían sido
creados introduciendo leyes e instituciones según el parecer personal
de individuos particulares tales como Minos en Creta y Licurgo en
Esparta... En cambio, nuestra república romana no se debe a la creación
personal de un hombre, sino de muchos. No ha sido fundada durante la
vida de un individuo particular, sino a través de una serie de siglos y
generaciones. Porque no ha habido nunca en el mundo un hombre tan
inteligente como para preverlo todo, e incluso si pudiéramos concentrar
todos los cerebros en la cabeza de un mismo hombre, le sería a éste
imposible tener en cuenta todo al mismo tiempo, sin haber acumulado la
experiencia que se deriva de la práctica en el transcurso de un largo
período de la historia”. El núcleo de esta idea esencial, que habrá
de constituir el corazón del argumento de Ludwig von Mises sobre la
imposibilidad teórica de la planificación socialista, se conserva y
refuerza en la Edad Media gracias al humanismo cristiano y a la filosofía
tomista del derecho natural, que se concibe como un cuerpo ético previo
y superior al poder de cada gobierno terrenal. Pedro Juan de Olivi, San
Bernardino de Siena y San Antonino de Florencia, entre otros, teorizan
sobre el papel protagonista que la capacidad empresarial y creativa del
ser humano tiene como impulsora de la economía de mercado y de la
civilización. Y el testigo de esta línea de pensamiento se recoge y
perfecciona por esos grandes teóricos que fueron nuestros escolásticos
durante el Siglo de Oro español, hasta el punto de que uno de los más
grandes pensadores liberales del siglo XX, el austriaco Friedrich A.
Hayek, Premio Nobel de Economía en 1974, llegó a afirmar que “los
principios teóricos de la economía de mercado y los elementos básicos
del liberalismo económico no fueron diseñados, como se creía, por los
calvinistas y protestantes escoceses, sino por los jesuitas y miembros
de la Escuela de Salamanca durante el Siglo de Oro español”. Así,
Diego de Covarrubias y Leyva, arzobispo de Segovia y ministro de Felipe
II, ya en 1554 expuso de forma impecable la teoría subjetiva del valor,
sobre la que gira toda economía de libre mercado, al afirmar que “el
valor de una cosa no depende de su naturaleza objetiva sino de la
estimación subjetiva de los hombres, incluso aunque tal estimación sea
alocada”; y añade para ilustrar sus tesis que “en las Indias el
trigo se valora más que en España porque allí los hombres lo estiman
más, y ello a pesar de que la naturaleza del trigo es la misma en ambos
lugares”. Otro notable escolástico, Luis Saravia de la Calle, basándose
en la concepción subjetivista de Covarrubias, descubre la verdadera
relación que existe entre precios y costes en el mercado, en el sentido
de que son los costes los que tienden a seguir a los precios y no al revés,
anticipándose así a refutar los errores de la teoría objetiva del
valor del Carlos Marx y de sus sucesores socialistas. Así, en su Instrucción
de mercaderes (Medina del Campo 1544) puede leerse: “Los que miden
el justo precio de la cosa según el trabajo, costas y peligros del que
trata o hace la mercadería yerran mucho; porque el justo precio nace de
la abundancia o falta de mercadería, de mercaderes y dineros, y no de
las costas, trabajos, y peligros”. Otra notable aportación de
nuestros escolásticos es su introducción de concepto dinámico de
competencia (en latín concurrentium),
entendida como el proceso empresarial de rivalidad que mueve el mercado
e impulsa el desarrollo de la sociedad. Esta idea les llevó a su vez a
concluir que los llamados “precios del modelo de equilibrio”, que
los teóricos socialistas pretenden utilizar para justificar el
intervencionismo y la planificación del mercado, nunca podrán llegar a
ser conocidos. Raymond de Roover (Scholastics Economics, 1955)
atribuye a Luis de Molina el concepto dinámico de competencia entendida
como “el proceso de rivalidad entre compradores que tiende a elevar el
precio”, y que nada tiene que ver con el modelo estático de
“competencia perfecta” que hoy en día los llamados “teóricos del
socialismo de mercado” ingenuamente creen que se puede simular en un régimen
sin propiedad privada. Sin embargo, es Jerónimo Castillo de Bovadilla
el que mejor expone esta concepción dinámica de la libre competencia
entre empresarios en su libro Política
para corregidores publicado en Salamanca en 1585, y en el que indica
que la más positiva esencia de la competencia consiste en tratar de
“emular” al competidor. Bovadilla enuncia, además, la siguiente ley
económica, base de la defensa del mercado por parte de todo liberal:
“los precios de los productos bajarán con la abundancia, emulación y
concurrencia de vendedores”. Y en cuanto a la imposibilidad de que los
gobernadores puedan llegar a conocer los precios de equilibrio y demás
datos que necesitan para intervenir en el mercado, destacan las
aportaciones de los cardenales jesuitas españoles Juan de Lugo y Juan
de Salas. El primero, Juan de Lugo, preguntándose cuál puede ser el
precio de equilibrio, ya en 1643 concluye que depende de tan gran
cantidad de circunstancias específicas que sólo Dios puede conocerlo (pretium
iustum mathematicum licet soli Deo notum). Y Juan de Salas, en 1617,
refiriéndose a las posibilidades de que un gobernante pueda llegar a
conocer la información específica que se crea, descubre y maneja en la
sociedad civil afirma que “quas exacte comprehendere et pondedare Dei
est non hominum”, es decir, que sólo Dios, y no los hombres, puede
llegar a comprender y ponderar exactamente la información y el
conocimiento que maneja un mercado libre con todas sus circunstancias
particulares de tiempo y lugar. Tanto Juan de Lugo como Juan de Salas
anticipan, pues, en más de tres siglos, las más refinadas aportaciones
científicas de los pensadores liberales más conspicuos (Mises; Hayek).
Por otro lado, tampoco debemos olvidar al gran fundador del Derecho
Internacional Francisco de Victoria, a Francisco Suárez y a su escuela
de teóricos del derecho natural, que con tanta brillantez y coherencia
retomaron la idea tomista de la superioridad moral del derecho natural
frente al poder del Estado, aplicándola con éxito a múltiples cosas
particulares que, como el de la crítica moral a la esclavización de
los indios en la recién descubierta América, exigían una clara y rápida
toma de posición intelectual. Pero, sin duda alguna, el más liberal de
nuestros escolásticos ha sido el gran padre jesuita Juan de Mariana
(1536-1624) que llevó hasta sus últimas consecuencias lógicas la
doctrina liberal de la superioridad del derecho
natural frente al poder del Estado y que hoy han retomado filósofos
liberales tan importantes como Murray Rothbard y Robert Nozick. Especial
importancia tiene el desarrollo de la doctrina sobre la legitimidad del
tiranicidio que Mariana desarrolla en su libro De rege et regis
institutione, publicado en 1598. Mariana califica de tiranos a
figuras históricas como Alejandro Magno o Julio César, y argumenta que
está justificado que cualquier ciudadano asesine al que tiranice a la
sociedad civil, considerando actos de tiranía, entre otros, el
establecer impuestos sin el consentimiento del pueblo, o impedir que se
reúna un parlamento libremente elegido. Otras muestras típicas del
actuar de un tirano son, para Mariana, la construcción de obras públicas
faraónicas que, como las pirámides de Egipto, siempre se financian
esclavizando y explotando a los súbditos o la creación de policías
secretas para impedir que los ciudadanos se quejen y expresen
libremente. Otra obra esencial de Mariana es la publicada en 1609 con el
título De monetae mutatione, posteriormente traducida al
castellano con el título de Tratado y discurso sobre la moneda de
vellón que al presente se labra en Castilla y de algunos desórdenes y
abusos. En este notable trabajo de Mariana considera tirano a todo
gobernante que devalúe el contenido de metal de la moneda, imponiendo a
los ciudadanos sin su consentimiento el odioso impuesto inflacionario o
la creación de privilegios y monopolios fiscales. Mariana también
critica el establecimiento de precios máximos para “luchar contra la
inflación”, y propone la reducción del gasto público como principal
medida de política económica para equilibrar el presupuesto. Por último,
en 1625, el padre Juan de Mariana publicó otro libro titulado Discurso
sobre las enfermedades de la Compañía en el que ahonda en la idea
liberal de que es imposible que el gobierno organice la sociedad civil
con base en mandatos coactivos, y ello por falta de información.
Mariana, refiriéndose al gobierno dice que “es gran desatino que el
ciego quiera guiar al que ve”, añadiendo que el gobernante “no
conoce las personas, ni los hechos, a lo menos, con todas las
circunstancias que tienen, de que pende el acierto. Forzoso es que se
caiga en yerros muchos, y graves, y por ellos se disguste la gente, y
menosprecie gobierno tan ciego”; concluyendo Mariana que “es loco el
poder y mando”, y que cuando “las leyes son muchas en demasía; y
como no todas se pueden guardar, sin aun saber, a todas se pierde el
respeto”.
Toda esta tradición se filtra por los ambientes intelectuales de
todo el continente europeo influyendo en notables pensadores liberales
de Francia como Balesbat (1692), el marqués D’Argenson (1751) y,
sobre todo, Jacques Turgot, que desde mucho antes que Adam Smith,
y siguiendo a los escolásticos españoles ya había articulado
perfectamente el carácter disperso del conocimiento que incorporan las
instituciones sociales entendidas como órdenes espontáneos. Así
Turgot, en su Elegía a Gournay (1759) escribe que “no es
preciso probar que cada individuo es el único que puede juzgar con
conocimiento de causa el uso más ventajoso de sus tierras y esfuerzo.
Solamente él posee el conocimiento particular sin el cual hasta el
hombre más sabio se encontraría a ciegas. Aprende de sus intentos
repetidos, de sus éxitos y de sus pérdidas, y así va adquiriendo un
especial sentido para los negocios que es mucho más ingenioso que el
conocimiento teórico que puede adquirir un observador indiferente,
porque está impulsado por la necesidad”. Y siguiendo a Juan de
Mariana, Turgot concluye que es “completamente imposible dirigir
mediante reglas rígidas y un control continuo la multitud de
transacciones que aunque sólo sea por su inmensidad no puede llegar a
ser plenamente conocida, y que además dependen de una multitud de
circunstancias siempre cambiantes, que no pueden controlarse, ni menos aún
preverse”.
Desafortunadamente, toda esta tradición liberal del pensamiento
hispano fue barrida en la teoría y en la práctica, como indica
Francisco Martínez Marina (Teorías de las Cortes o Grandes Juntas
Nacionales de los Reinos de León y Castilla) por los Austrias y los
Borbones que han producido una “monstruosa reunión de todos los
poderes en una persona, el abandono y la abolición de las Cortes y
siglos de esclavitud del más horroroso despotismo”. Se termina de
consolidar así en nuestro país un marco político y social intolerante
e intervencionista ajeno a las más genuinas tradiciones representativas
y liberales de los viejos reinos de España: la antigua tolerancia y modus
vivendi entre las tres religiones de judíos, moros y cristianos de
la época de Alfonso X El Sabio, es sustituida por la intolerancia
religiosa de los Reyes Católicos y sus sucesores, que Américo Castro (La
realidad histórica de España) y otros han interpretado como una
desviación mimética de la cultura y sociedad españolas que paradójicamente
terminan reflejando e incorporando en su esencia más íntima las
características más negativas de sus seculares “enemigos”: el
integrismo religioso musulmán justificador de la Guerra Santa contra el
infiel, y la obsesión por la pureza de la sangre, propia del pueblo judío.
No se absorben, por contra la proverbial iniciativa y espíritu
empresarial de los comerciantes y artesanos hebreos y moriscos
que hasta su expulsión constituyeron la médula económica del
país. En España se termina menospreciando, por considerarse impropia
de cristianos viejos, la función empresarial y prácticamente hasta hoy
el éxito económico se valora negativamente a nivel social y se critica
con envidia destructiva, en vez de ser considerado como una sana y
necesaria muestra del avance de la civilización, que es preciso emular
y fomentar. Si a todo esto añadimos la “Leyenda Negra” que
impulsada por el mundo protestante y anglosajón tuvo como objetivo
desprestigiar todo lo español,
se comprenderá la soledad y el vacío ideológico con que se hallaron
los ilustradores españoles del siglo XVIII, como Campomanes y
Jovellanos, y los padres de la patria reunidos en las Cortes de Cádiz
que habrían de redactar nuestra
primera Constitución de
1812, y que fueron los primeros en el mundo en calificarse a sí mismos
con el término, introducido por ellos, de “liberales”.
La situación en el resto del mundo intelectual europeo no
evolucionó mucho mejor que en España. El triunfo de la Reforma
protestante desprestigió el papel de la Iglesia Católica como límite
y contrapeso del poder
secular de los gobiernos, que se vio así reforzado. Además, el
pensamiento protestante y la imperfecta recepción en el mundo anglosajón
de la tradición liberal usnaturalista a través de los “escolásticos
protestantes” Hugo Grocio y Punfendorf, explica la importante involución
que respecto del anterior pensamiento liberal supuso Adam Smith. En
efecto, como bien indica Murray N. Rothbard (Economic thought before
Adam Smith, 1995), Adam Smith abandonó las contribuciones
anteriores centradas en la teoría subjetiva del valor, la función
empresarial y el interés por explicar los precios que se dan en el
mercado real, sustituyéndolas todas ellas por la teoría objetiva del
valor trabajo, sobre la que luego Marx construirá, como conclusión
natural, toda la teoría socialista de la explotación. Además, Adam
Smith se centra en explicar con carácter preferente el “precio
natural” de equilibrio a largo plazo, modelo de equilibrio en el que
la función empresarial brilla por su ausencia y en el que se supone que
toda la información necesaria ya está disponible, por lo que será
utilizado después por los teóricos neoclásicos del equilibrio para
criticar los supuestos “fallos del mercado” y justificar el
socialismo y la intervención del Estado sobre la economía y la
sociedad civil. Por otro lado, Adam Smith
impregnó la Ciencia Económica de calvinismo, por ejemplo al
apoyar la prohibición de la usura y al distinguir entre ocupaciones
“productivas” e “improductivas”. Finalmente, Adam Smith rompió
con el laissez-faire radical de sus antecesores usnaturalistas
del continente (españoles, franceses e italianos) introduciendo en la
historia del pensamiento un “liberalismo” tibio tan plagado de
excepciones y matizaciones, que muchos “socialdemócratas” de hoy en
día podrían incluso aceptar. La influencia negativa del pensamiento de
la Escuela Clásica anglosajona sobre el liberalismo se acentúa con los
sucesores de Adam Smith y, en especial, con Jeremías Bentham, que
inocula el bacilo del utilitarismo más estrecho en la filosofía
liberal, facilitando con ello el desarrollo de todo un análisis
pseudocientífico de costes y beneficios (que se crean conocidos), y el
surgimiento de toda una tradición de ingenieros sociales que pretenden
moldear la sociedad a su antojo, utilizando el poder coactivo del
Estado. En Inglaterra, Stuart Mill culmina esta tendencia con su apostasía
del laissez-faire y sus numerosas concesiones al socialismo, y en
Francia, el triunfo del racionalismo constructivista de origen
cartesiano explica el dominio intervencionista de la École
Polytechnique y del socialismo cientificista de Saint-Simón y Comte (véase
F.A. Hayek, The Counter-Revolution of Science, 1955), que a duras
penas logran contener los liberales franceses de la tradición de Juan
Bautista Say, agrupados en torno a Frédéric Bastiat y Gustave de
Molinari. Esta intoxicación intervencionista en el contenido doctrinal
del liberalismo decimonónico fue fatal en la evolución política del
liberalismo contemporáneo: unos tras otro los diferentes partidos políticos
liberales caen víctimas del “pragmatismo”, y en aras de mantener el
poder en el corto plazo consensúan políticas de compromiso que
traicionan sus principios esenciales al electorado y facilitando en última
instancia el triunfo político del socialismo. Así, el partido liberal
inglés termina desapareciendo en Inglaterra engullido por el partido
laborista, y algo muy parecido sucede en el resto de Europa. La confusión
a nivel político y doctrinal es tan grande que en muchas ocasiones los
intervencionistas más conspicuos como John Maynard Keynes, terminan
apropiándose del término “liberalismo” que, al menos en
Inglaterra, Estados Unidos y, en general, en el mundo anglosajón pasa a
utilizarse para denominar la socialdemocracia intervencionista
impulsadora del Estado del bienestar, viéndose obligados los verdaderos
liberales a buscarse otro término definitorio (“classical
liberals”, “conservative libertarians” o simplemente,
“libertarians”).
En este contexto de confusión doctrinal y política no es de
extrañar que en nuestro país nunca haya cuajado una verdadera revolución
liberal. Aunque en el siglo XIX se puede distinguir una señera tradición
del más genuino liberalismo, con representantes tan conspicuos como
Laureano Figuerola y Ballester, Alvaro Flórez Estrada, Luis María
Pastor, y otros, se desarrolla doctrinalmente muy influida por el tibio
liberalismo de la Escuela Anglosajona (la traducción española de José
Alonso Ortiz de La riqueza de las naciones ya se había publicado
en Santander en 1794), o por el racionalismo jacobino de la Revolución
Francesa. En el ámbito político el liberalismo español se enfrenta
primero a las poderosas fuerzas absolutistas y después al pragmatismo
disgregador de los “moderados”, todo ello en un entorno continuo de
guerra civil desgarradora. De manera que el triunfo de la Gloriosa
Revolución Liberal de 1868 es efímero y cuando se produce la
Restauración Canovista de 1871, triunfa el arancel proteccionista y se
traicionan principios liberales esenciales, por ejemplo, en el ámbito
de la autodeterminación del pueblo cubano, con un coste tremendo para
la nación en términos de sufrimientos humanos. Y ya entrado el siglo
XX la pérdida de contenido doctrinal del Partido Liberal Democrático
se hace cada vez más patente y en cierta medida culmina con el
“reformismo social” de José Canalejas que impregna su política de
medidas intervencionistas y socializadoras, restablece el servicio
militar obligatorio y sigue adelante con la inmoral y nefasta política
de gradual implicación militar de nuestro país en Marruecos. En este
contexto de vacío doctrinal no es de extrañar que los pocos españoles
que continúan aceptando calificarse de “liberales” crean que el
liberalismo, más que un cuerpo de principios dogmáticos a favor de la
libertad, es un simple “talante” caracterizado por la tolerancia y
apertura ante todas las posiciones. Así, para Gregorio Marañón (véase
el “Prólogo” a sus Ensayos liberales) “ser liberal es,
precisamente estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con
el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin
justifica los medios, sino que, por el contrario,
son los medios los que justifican el fin. El liberalismo es, pues, una
conducta y, por tanto, es mucho más que una política”. Posición que
en gran medida es compartida por grandes liberales españoles de la
primera mitad del siglo XX, como José Ortega y Gasset o Salvador de
Madariaga, y que en gran parte explica por qué el protagonismo político,
primero durante la dictadura del General Primo de Ribera, después
durante la República y más tarde durante el franquismo, nunca
estuviera en manos de verdaderos liberales, sino más bien en la esfera
de ambos extremos del intervencionismo (el socialismo obrero o el
fascismo o socialismo conservador o de derecha), o bajo el control de
políticos racionalistas jacobinos como Manuel Azaña.
A pesar de que el siglo XX será tristemente recordado como el
siglo del estatismo y de los totalitarios de todo signo que más
sufrimiento han causado al género humano, en sus últimos veinticinco años
se ha observado con gran pujanza un notable resurgir del ideario liberal
que debe achacarse a las siguientes razones. Primeramente, al rearme teórico
liberal protagonizado por un puñado de pensadores que, en su mayoría,
pertenecen o están influidos por la Escuela Austriaca que fue fundada
en Viena cuando Carl Menger retomó en 1871 la tradición liberal
subjetivista de los escolásticos españoles. Entre otros teóricos,
destacan sobre todo Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek, quienes
fueron los primeros en predecir el advenimiento de la Gran Depresión de
1929 como resultado del intervencionismo monetario y fiscal emprendido
por los gobiernos durante los “felices” años veinte, en descubrir
el teorema de la imposibilidad científica del socialismo por falta de
información, y en explicar el fracaso de las prescripciones keynesianas
que se hizo evidente con el surgimiento de la grave recesión
inflacionaria de los años setenta. Estos teóricos han elaborado, por
primera vez, un cuerpo completo y perfeccionado de doctrina liberal en
el que también han participado pensadores de otras escuelas liberales
menos comprometidas como la de Chicago (Knight, Stigler, Friedman y
Becker), el “ordo-liberalismo” de la “economía social de
mercado” alemana (Röpke, Eucken, Erhard), o la llamada escuela de la
Elección Pública” (Buchanan, Tullock y el resto de los
teóricos de los “fallos del gobierno”). En segundo lugar,
cabe mencionar el triunfo de la llamada revolución liberal-conservadora
protagonizada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher en Estados Unidos e
Ingaterra a lo largo de los años ochenta. Así, de 1980 a 1988, Ronald
Reagan llevó a cabo una importante reforma fiscal que redujo el tipo
marginal del impuesto sobre la renta al 28 por 100 y desmanteló, en
gran medida, la regulación administrativa de la economía, generando un
importante auge económico que creó en su país más de 12 millones de
puestos de trabajo. Y más cerca de nosotros, Margaret Thatcher impulsó
el programa de privatizaciones de empresas públicas más ambicioso que
hasta hoy se ha conocido en el mundo, redujo al 40 por ciento el tipo
marginal del impuesto sobre la renta, acabó con los abusos de los
sindicatos e inició un programa de regeneración moral que impulsó
fuertemente la economía inglesa, lastrada durante decenios por el
intervencionismo de los laboristas y de los conservadores más “pragmáticos”
(como Edward Heath y otros). En tercer lugar, quizás el hecho histórico
más importante haya sido la caída del Muro de Berlín y el
desmoronamiento del socialismo en Rusia y en los países del Este de
Europa, que hoy se esfuerzan por construir sus economías de mercado en
un Estado de Derecho. Todos estos hechos han llevado al convencimiento
de que el liberalismo y la economía de libre mercado son el sistema político
y económico más eficiente, moral y compatible con la naturaleza del
ser humano. Así por ejemplo, Juan Pablo II, preguntándose si el
capitalismo es la vía para el progreso económico y social, ha
contestado lo siguiente (véase Centessimus Annus, cap. IV, num.
42): “Si por ‘capitalismo’ se entiende un sistema económico que
reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, el mercado, de
la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los
medios de producción, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá
sería más apropiado hablar de ‘economía de empresa’, ‘economía
de mercado’, o simplemente ‘economía libre’”.
El pensamiento español no se ha mantenido ajeno a este resurgir
mundial del liberalismo. Pensadores como Lucas Beltrán o Luis de
Olariaga supieron mantener viva la llama liberal durante los largos años
del autoritarismo franquista, llevándose a cabo un importante esfuerzo
de estudio y popularización del ideario liberal por parte de los
profesores, intelectuales y empresarios aglutinados en torno a la
sociedad liberal Mont Pélerin fundada por Hayek en 1947, y al proyecto
de Unión Editorial que, a lo largo de los últimos 25 años, ha
traducido, publicado y distribuido incansablemente en nuestro país las
principales obras de contenido liberal escritas por pensadores
extranjeros y nacionales. Entre éstos destacan los hermanos Joaquín y
Luis Reig Albiol, Juan Marcos de la Fuente, Julio Pascual Vicente, Pedro
Schwartz, Rafael Termes, Carlos Rodríguez Braun, Lorenzo Bernaldo de
Quirós, Francisco Cabrillo, Joaquín Trigo, Juan Torras, Fernando
Chueca Goitia y, como principal representante de la tradición liberal
subjetivista en nuestro país, el profesor Jesús Huerta de Soto. La
influencia de esta corriente doctrinal no ha dejado de
sentirse en la vida política de nuestro país a partir del
restablecimiento de la monarquía constitucional, primero dentro de la
extinta Unión del Centro Democrático a través de Antonio Fontán y
del ya fallecido Joaquín Garrigues Walker; después vino el partido demócrata
liberal de Antonio Garrides Walker, que integrado en el Partido
Reformista de Miguel Roca no logró representación parlamentaria en las
elecciones de 1986; posteriormente tuvieron representación parlamentaría
la Unión Liberal de Pedro Schwartz y el Partido Liberal de Antonio
Segurado, ambos integrados dentro, primero de Alianza Popular, y después
en la Coalición Popular (1982-1987). Y tras los años de gobierno del
PSOE, en los cuales, y a pesar de sus atentados al principio liberal de
separación de poderes, también cupo distinguir una tímida corriente
liberal de la mano de Miguel Boyer y Miguel Ángel Fernández Ordóñez,
tanto el Presidente del
Gobierno del Partido Popular, José María Aznar, como algunos de sus
ministros más significados (como Esperanza Aguirre y otros) no han
dudado en calificarse como los herederos actuales de liberalismo y del
centrismo político.
Dada la trágica trayectoria del socialismo a lo largo de este
siglo no es aventurado pensar que el liberalismo se presenta como el
ideario político y económico con más posibilidades de triunfar en el
futuro. Y aunque quedan algunos ámbitos en los que la liberalización
sigue planteando dudas y discrepancias -como, por ejemplo, el de la
privatización del dinero, el desmantelamiento de los megagobiernos
centrales a través de la descentralización autonómica y del
nacionalismo liberal, y la necesidad de defender el ideario liberal con
base en consideraciones predominantemente éticas más que de simple
eficacia- el liberalismo promete como la doctrina más fructífera y
humanista. Si España es capaz de asumir como propio este humanismo
liberal y de llevarlo a la práctica de forma coherente es seguro que
experimentará en el futuro un notable
resurgir como sociedad dinámica y abierta, que sin duda podrá ser
calificado como “nuevo Siglo de Oro español” (Jesús Huerta de
Soto). Bibliografía
básica en español: Lucas Beltrán, Ensayos de economía política
(1996); Luis Díez del Corral, El liberalismo doctrinario (1984);
Friedrich A. Hayek, Los fundamentos de la Libertad (1998) y La
fatal arrogancia: los errores del socialismo (1997); Jesús Huerta
de Soto, Socialismo, cálculo y función empresarial (1992), Estudios
de economía política (1994) y Dinero, crédito bancario y
ciclos económicos (1998); Israel M. Kirzner, Creatividad,
capitalismo y justicia distributiva (1995); Bruno Leoni, La
Libertad y la ley (1995); Ludwig von Mises, La acción humana
(1995) y Sobre liberalismo y capitalismo (1995); Karl R. Popper, La
sociedad abierta y sus enemigos (1967); Robert Nozick, Anarquía,
Estado y utopía (1988); Wilhelm Röpke, Más allá de la oferta
y la demanda (1996), Murray N. Rothbard, La ética de la libertad
(1995); Rafael Termes, libro blanco sobre el papel del Estado en la
economía española (1996); Milton y Rose Friedman, Libertad de
elegir (1980). Madrid Día
de la Hispanidad Jesús
Huerta de Soto Profesor
Titular de Economía Política Universidad
Complutense de Madrid
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