Abril de 2003 - Año No. 1 - Edición No. 4 |
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Filosofía |
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LA PUREZA DEL LENGUAJE. Las alarmas del Profesor. | ||
Por:
Isabel Fernández, Francisco Herr Fuerte, Miguel Ángel Debanio España. «Un
demérito de los falsos problemas es el de promover soluciones que son
falsas también. J.L. Borges Nota: este artículo es una respuesta a «La Lengua Española en el contexto informático», artículo firmado por Antonio Vaquero y publicado en la revista Novática, Nº 140, Julio-Agosto 1999.. Una vez más, un defensor de la
pureza y la unidad de la lengua española ha dado la voz de alarma,
horrorizado ante la invasión de términos extranjeros y la consiguiente
«corrupción» del Idioma. Esta vez los responsables son «los científicos,
en particular los informáticos», quienes deben «entonar un mea
culpa porque la Informática corrompe el lenguaje». Antes de
desgranar los motivos que llevan al profesor Vaquero a semejante
conclusión, parece interesante acometer un análisis de la idea --tan
falsa como, por desgracia, extendida-- que subyace a las quejas de este
atormentado aprendiz de filólogo: la de la existencia de una lengua
pura, que es la auténtica, que es la que debe hablarse, que es la que
corresponde al arte de hablar y escribir correctamente. Digámoslo cuanto antes: no es
ningún afán polemista el que nos mueve a responder a los desasosiegos
del profesor Vaquero (carentes de todo interés en términos científicos),
sino salir al paso de una serie de prejuicios que su artículo recoge,
lugares comunes demasiado arraigados en nuestra cultura y que sirven
para fomentar mala conciencia lingüística en los hablantes y para
legitimar a la insidiosa casta de los legisladores del Idioma. Decía Wittgenstein que el filósofo
no debiera dedicarse a postular problemas sino a deshacerlos: mostrar cómo
ciertos problemas no son sino trampas lingüísticas, sinsentidos
ocultos detrás de las sombras y niebla de expresiones que impactan por
su aparente sensatez y circunspección. Los consternados y casi
alucinatorios apóstrofes del profesor Vaquero son un ejemplo del método
rigurosamente opuesto: ver un grave problema donde no hay absolutamente
nada. Así, el profesor Vaquero riñe a sus colegas informáticos: no sólo
los neologismos («compilador») y los préstamos («ordenador»)
inquietan a este desconsolado príncipe de las letras: también lo
perturba la falta de «cohesión» de la lengua, que se produce porque
hablantes de distintos lugares usan palabras distintas para nombrar una
misma cosa. Y hasta las metáforas («cambiar de chip») y las
metonimias («admitir esa denominación [ordenador] sería como
admitir la designación del todo por una parte») le parecen oscuras
amenazas, inadmisibles recursos. En suma, parafraseando la cita borgiana
de Plinio, el profesor Vaquero trata de meter al elefante --El Idioma--
en el zoológico para que el dragón no se beba su sangre: falso
problema, solución aún más falsa. El profesor Vaquero comete el
error común de considerar a los académicos con competencia máxima
para dirimir cuestiones lingüísticas. Salvo rarísimas excepciones, ni
académicos ni normativistas son lingüistas (por supuesto, no nos
referimos a si poseen o no tal título, esto carece de importancia),
puesto que, cualquiera sea su rama, marco teórico o método, los lingüistas
se ocupan ante todo de cuestiones como qué es el lenguaje, cómo se
adquiere, cuáles son los principios que rigen el acto comunicativo, cuáles
son los procesos cognitivos relacionados con el lenguaje, qué relación
existe entre las palabras y las cosas, cómo describir y explicar
adecuadamente los fenómenos lingüísticos, en qué se asemejan o
distinguen unas lenguas de otras, de qué forma la sociedad determina el
lenguaje y viceversa, qué relaciones se establecen entre lenguaje,
mente y mundo, por qué cambian las lenguas, cuáles son su
aplicaciones, e incluso qué actitudes y juicios adoptan los hablantes
ante usos estigmatizados... Nada de esto tiene que ver con
la función legisladora y preceptiva que se arrogan los académicos. El
lingüista se preocupa realmente por lo que es el lenguaje, no por lo
que debe ser. Así que hablar de la corrupción de la lengua como «la
preocupación del lingüista» es un acto de injusticia hacia aquellos
que se toman en serio el estudio del lenguaje. Con sus alarmas, el
profesor Vaquero no hace otra cosa que dar un poco de oxígeno a la
rancia tradición occidental que asignaba al gramático la función de
enseñar qué es la lengua, pero al mismo tiempo privilegiaba unos usos
sobre otros. En lingüística, como en
cualquier otra disciplina científica, lo que hoy consideramos
rigurosamente cierto mañana puede demostrarse falso; de todas formas,
existen algunos conceptos básicos que, al menos por imperativo metodológico,
no se pueden eludir y menos emplear equívocamente a la hora de tratar
sobre el lenguaje. Por desgracia, en el plañido del profesor Vaquero
cunden los errores conceptuales, a la vez que los prejuicios, los clichés
y los tópicos, algunos de los cuales son --como veremos-- realmente
perniciosos. Vayamos repasándolos uno a uno. French Correction La característica biológica
de la especie humana a la que denominamos lenguaje ha sido
fundamentalmente utilizada para la comunicación y el intercambio de
información. De este modo el lenguaje se ha incorporado a los sistemas
sociales y culturales y con ello se le ha hecho depositario de
identidades, marcas y valores. Cada lengua es vista como un objeto
social, un módulo de una cultura determinada, como pueden serlo la moda
o la gastronomía. Es así como el criterio de corrección entra a
formar parte de las afirmaciones sobre la lengua: en tanto que algo es
social o culturalmente inadecuado de acuerdo a unos valores concretos,
es rechazado por «incorrecto». La ciencia lingüística no se
mueve en esta esfera: nada tiene que decir un lingüista acerca de si
una palabra es «correcta» o «incorrecta» porque esos conceptos no
significan nada para el método científico. ¿Sería «correcta» para
un químico o un biólogo cierta combinación de moléculas? La
combinación podrá ser posible o no, pero si la encuentra en la
naturaleza no le aplicará criterios evaluativos: sencillamente dará
cuenta de ella, la estudiará. En cambio, sí puede ser incorrecta una
teoría o un experimento. Nunca el objeto de estudio. Por lo tanto, ningún criterio
lingüístico puede ser aducido como base de una afirmación evaluativa
del tipo «‘comando’ es una palabra incorrecta». Esta afirmación
pertenece a la esfera de las opiniones no científicas, como las del
tipo: «El rojo y el rosa no combinan bien». No queremos decir que las
opiniones no científicas carezcan de valor, queremos decir que carecen
de valor científico y que no deben utilizarse como científicas porque
resultan disparatadas. Es como si una Academia del Buen Vestir afirmase:
«Llevar pantalones blancos es incorrecto». Es un disparate para un
lingüista una afirmación como: «El término ‘ordenador’ es
incorrecto porque ordenar significa dar órdenes, no recibirlas, que es
lo que hace un ordenador». Es ingenuo suponer que los hablantes aplican
las reglas de derivación de acuerdo a una gramática normativa. Le
guste o no al profesor Vaquero, la historia de la lengua está cuajada
de derivaciones que conllevan desplazamientos de significado, metonimias
o metáforas: «velar», «pata», «pielroja», «ratón», «navegar»,
«red», «telaraña», «memoria»... La palabra «mirador» no
significa «el que mira» sino «lugar desde donde se mira». Estas
reglas de derivación siguen procesos cognitivos muy alejados de meras
reglas de diccionario, muy corrientes en los lenguajes naturales y cuya
apreciación como incorrectos es fruto de una visión poco experta. Excluido del ámbito científico
el criterio de corrección, sólo le queda la esfera de lo cultural o de
lo moral: de ese modo, una expresión será «correcta» o «incorrecta»
dependiendo de su aceptación social, cultural o política. Una sociedad
puede ser más o menos diversa, más o menos unidimensional, pero
siempre segrega una ideología dominante cuya presencia no siempre es
apreciable a simple vista, ya que muchas veces se cubre de pías
intenciones como puede ser la de «defender nuestro Idioma». Esta
ideología se compone de módulos normativos que nos dicen cómo vestir,
cómo comer, cómo comportarnos, cómo hablar y, ante todo, cómo
pensar. La transgresión de esas normas aparta al individuo del «buen
camino», de lo «correcto». Esto nos muestra que el criterio de
corrección, el hablar bien, no es más que un criterio ideológico
compuesto por múltiples valores como podrían ser el tradicionalismo,
el clasismo, el machismo, el nacionalismo, etc. Un ejemplo de mandato
social es «‘cambiar el chip’ es incorrecto» y el prejuicio
que lo sustenta es el tradicionalismo que excluye los neologismos. En el
ejemplo de «comando», el valor que subyace es el n<
acionalista que excluye los extranjerismos. En el caso de «me se»
es el clasismo que excluye las expresiones de sociolectos «vulgares».
Y así hasta el infinito. Quienes mantienen la Norma y sus colaboradores
espontáneos como el profesor Vaquero forman una corriente academicista
que protege celosamente, no la lengua, sino las marcas lingüísticas de
un grupo socio-cultural más o menos amplio, las cuales caracterizan su
«sociolecto». Un sociolecto --y el español «correcto» es sólo uno
de ellos-- no es más que un dialecto social, que, desde un punto de
vista lingüístico, es exactamente igual a todos los demás que
conforman una comunidad lingüística: igual de complejos, igual de
coherentes, igual de ricos, igual de eficaces. La «pureza» y la «corrección»
son supersticiones que se basan, entre otras cosas, en la creencia de
que cuando se habla de un modo diferente al que manda el establishment
Ç W lingüístico --ya sea por hábitos
«corruptores» como decir «clickear» en lugar de «hacer clic», ya
sea por «incultura» o «torpeza mental» como decir «Pepe la regaló
el arradio a María» en lugar de «Pepe le regaló la radio a María»--,
la expresión estigmatizada contraría aspectos inherentes a la
estructura de «El Idioma». Nada más falso. Si existiera esa
incompatibilidad, la expresión sonaría ininteligible y jamás podría
dar lugar a un cambio en la lengua. Declarar que quien dice «arradio»
habla «mal» por falta de seso o por ignorancia es un dislate tan
grande como declarar que habla «mal» quien dice «vos tenés» en
lugar de «tú tienes»; la diferencia entre ambos ejemplos es que en el
último nos desplazamos a través del espacio, y en el primero nos
desplazamos a través de capas sociales. Y si fuera incorrecto decir «arradio»,
¿por qué no lo es escribir (como «permite» la RAE) «güisqui» en
lugar de whisky, «vikingo» en lugar de viking, o el penúltimo
delirio académico: «cederrón» en lugar de CD-ROM? La explicación de por qué es
incorrecto decir «la dio un beso» valdría igualmente para mostrar que
es incorrecto decir «le llamó por teléfono» (en el primer caso se
usa acusativo en lugar de dativo; en el segundo, dativo en lugar de
acusativo); pero los señores de la Real Academia han decidido que el
segundo es correcto, sencillamente porque en ese «error» caen también
los encopetados hablantes del dialecto del encopetado barrio madrileño
de Los Jerónimos, donde está la encopetada sede de esta institución.
Borges escribió que los mismos españoles que pretenden imponer su
forma de hablar a América cometen este error («confunden acusativo y
dativo, dicen 'le mató' por 'lo mató'»); también se horrorizó de la
entrada de «vikingo» en el diccionario de la Academia («pronto
oiremos hablar de la obra de Kiplingo»). Cuando la Real Academia «explica»
que tal expresión es correcta y tal otra incorrecta ocurre lo mismo que
cuando un niño pregunta a su madre por qué no puede comer más
caramelos y ésta le responde: «Porque lo digo yo». Se trata de
respuestas autoritarias, no científicas. La conclusión es clara: una
expresión no es intrínsecamente incorrecta, sino que es «tachada» de
incorrecta. El hecho de que haya sectores socialmente prestigiosos
encargados de vigilar y mantener un sistema de normas restrictivas se
explica sociológicamente por la necesidad de imponer un modelo cultural
y político del cual la lengua es integrante fundamental. Es sabido que
el poder económico que determina las clases sociales está penetrado
profundamente por el poder del lenguaje y el dominio de la gramática
normativa es considerado como uno de los criterios para la diferencia y
la discriminación social. Por tanto, tras esos intentos correctores y
rectificadores, tras esa defensa ora bienintencionada ora dogmática de
las gramáticas normativas que hace el profesor Vaquero, aflora
directamente una ideología de corte muy conservador[2],
que obviamente nada tiene que ver con planteamientos científicos. Corrupción en Miami ¿Qué significa que la lengua
«se corrompe»? Esta idea implica o presupone que hay previamente una
lengua no corrompida, «en buen estado» --la que venimos llamando «El
Idioma»--, que mantiene su núcleo intacto a lo largo de los siglos y
que es corrompida por los cambios que puedan producirse por aparición
de nuevas palabras, nuevos significados para palabras ya existentes, préstamo
de palabras extranjeras, etc. Ahora bien, este fenómeno es
connatural a toda lengua, como por ejemplo el inglés, que está repleto
de extranjerismos sin que eso inquiete a nadie. Este fenómeno es el
responsable de que los textos de Quevedo, de Cervantes, del Infante don
Juan Manuel, o el Cid, suenen tan extraños a nuestros oídos: la lengua
ha cambiado mucho desde entonces (se ha «corrompido»). El cambio no
quita ni pone nada. La lengua no mejora ni empeora; simplemente cambia. La idea de que este cambio es
peligroso sólo puede ser expresada por alguien que padece una absoluta
ignorancia de todo lo referido al lenguaje humano. El cambio se producirá
de todas maneras, le duela a quien le duela, y nada sucederá. ¿Cuál
es el pretendido problema? Si hasta ayer comando significaba «mando
militar» y hoy significa, además, «en informática, cualquier
instrucción que genera varias acciones preestablecidas» (según el
diccionario Larousse, prologado y encomiado por el muy académico Sr.
Francisco Rico), ¿diremos que se ha entorpecido la comunicación entre
los hablantes del español? Si la corrupción es empobrecimiento, ¿por
qué hemos ganado una acepción sin perder nada? Siempre habrá quien
objete que se pierde precisión, pero esto es falso: el contexto
eliminará toda imprecisión posible. Si la corrupción de una lengua
es vista en términos de invasión cultural, de lo que se está hablando
básicamente es de una transferencia léxica de grandes proporciones, es
decir, de todo un cuerpo léxico que pasa, generalmente por grandes
campos temáticos, de una lengua a otra. La transferencia lingüística,
generalmente léxica, responde a situaciones socio-culturales
determinadas. El que se produzca de modo masivo puede ser debido a
varias causas pero, excluidas aquellas situaciones de estrés sociolingüístico
intenso, la causa más normal es la de un gran dinamismo en campos
determinados por parte de una cultura. Esto quiere decir que en períodos
determinados ciertas culturas son las que empujan más en campos como la
ciencia, el arte, la tecnología o la política. Se trata de un hecho
constatable a lo largo de todos los períodos históricos y no creemos
necesaria su demostración. La creación o modificación de conceptos
trae como consecuencia la producción de lengua nueva que con el tiempo
pasa a las lenguas en contacto con la lengua fuente. La transferencia puede
producirse de varios modos, pero el más corriente es del tipo «fútbol»,
es decir, el préstamo total de una palabra. Si el préstamo presenta
características fonéticas problemáticas para la lengua destino, pasará
normalmente por ciertos procesos de adaptación. Es el caso de «ordenador»,
cuya pronunciación es diferente a su hermana francesa. Este es un dato
importante ya que nos indica algo sobre la lengua destino: no hay cambio
en los sistemas más estructurados o menos permeables de la lengua,
principalmente el fonológico y el sintáctico, es decir, el verdadero
corazón de la gramática de una lengua. Si, contra todo rigor, aceptáramos
el término «corrupción» dentro de nuestros criterios de análisis,
deberíamos al menos redefinirlo como extralingüístico, situándolo
probablemente en el terreno de la moral. La situación resultante de un préstamo no es generalmente la sustitución de una palabra o expresión por otra; las dinámicas del cambio lingüístico nos muestran que los usos innovadores, incluidos los préstamos, obedecen principalmente a criterios de expresividad, es decir, a necesidades significativas aún no codificadas con precisión y economía en las lenguas. Esto quiere decir que uno de los factores fundamentales que influyen en el éxito de un préstamo es la no existencia en la lengua destino de una palabra que, en el momento de introducción de éste, tenga su mismo significado. El resultado es que no se produce una sustitución, ya que, o no hay nada relacionado en la lengua destino, o, si lo hay, la palabra o expresión nativa mantendrá su ámbito y significado originales, mientras la prestada será el recipiente de los nuevos significados.
En resumen, tanto en el caso de «corrupción» como en el de «corrección», no nos enfrentamos a constructos teóricos rigurosos, sino a simples eslóganes o banderas o lo que sea que promueven el miedo y la culpabilidad en los hablantes. Una vez más estamos ante un uso ideológico de la lengua sirviendo, de manera consciente o inconsciente, a una determinada idea sobre lo que debe ser la cultura y la sociedad. Cohesionada, Grande y Libre
La falta de «cohesión»[3] es otro de los espectros que espantan al profesor Vaquero. Si los hablantes de América dicen «computadora» y los de España «ordenador», ¿cómo nos vamos a entender? Esta sandez no merece mayores comentarios: es una variante más del miedo a la diversidad, que en otras áreas de la cultura y de la política hace estragos... Pero ya que estamos «en el contexto informático», digamos que éste es también el fantasma que agita Bill Gates en contra de la filosofía abierta, diversificada y polifónica del mundo del software libre, el cual, dicho sea de paso, genera sus propios estándares sin necesidad de que nadie los imponga. Al igual que el software, como expresión del conocimiento humano, no debería tener propietarios, así también la lengua es modelada, parcheada, difundida, probada y adoptada por la comunidad lingüística (si bien en este último caso todo el proceso se produce de un modo involuntario). El empeño de las academias o de los partidarios de la Norma es equivalente a quienes defienden el software propietario. Subyace una idea patrimonial de la lengua, en el sentido de que es mejor un modelo en el cual alguien ordene el caos. No es casual (nada es casual) que hace un mes el diario El País publicara un artículo en el que se hablaba de la preocupación de determinada gente por la diversidad terminológica de los léxicos informáticos del español de España y el de América: ¡mientras en España se dice «bandeja de entrada», en México se dice «charola»! Pero ¿quién es esa gente que está preocupada? Pues nada menos que Microsoft y... la Real Academia Española. Y ambas entidades, informaba el artículo, están en vías de firmar un acuerdo de colaboración para acabar con esta «peligrosa» diversidad. ¿Y quién nos salva de los salvadores?
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La unidad de «El Idioma» ha sido siempre la preocupación mayoritaria de los normativistas y, a su sombra, de los centros de poder. Pero, al menos en los términos planteados por estos paladines de la pureza, es un imposible, una tarea evanescente. Y siempre obedece más a razones ideológicas que a razones lingüísticas. No es casual que el ansia de unidad, entre otras causas, motivase la primera descripción lingüística que conocemos: la del gramático hindú Panini (siglo IV a. de C.). Y la motivó porque la lengua sánscrita cultivada (bhasha), amenazada por las lenguas populares (prakrits), debía estabilizarse, como dice Ducrot, «aunque sólo fuera para asegurar la conservación literal de los textos sagrados». En el caso del español, mucho más uniforme que otras lenguas en el plano fonético, morfológico y sintáctico, la única manera de cohesionar sería imponiendo un estándar, un dialecto sobre otros. No otra cosa hacen las gramáticas tradicionales y el empeño normativista: imponer un dialecto --el culto-- sobre los demás. Y eso es también lo que hacen los medios de comunicación, los organismos oficiales, los centros de enseñanza y las empresas de la lengua como la RAE. Pero, si bien es cierto que promover e imponer una norma consagrada sobre otras es una necesidad glotopolítica (¿geopolítica?), hemos de entender que lo de dialecto culto es sólo un espejismo, otro prejuicio más; porque lo que hoy es «culto» ha sido inequívocamente popular, argótico o dialectal antaño (hace siglos el latín era la lengua culta, y el incipiente castellano era el «latín vulgar»). Algo que nunca hay que perder de vista al hablar de cohesión en la lengua o de «unidad en la diversidad»; algo que puede también llevar, como ha llevado, a considerar ciertos dialectos, ciertas variedades lingüísticas, como sistemas imperfectos, degradados con respecto a la norma. Y la verdad, que aún se siga despreciando ciertos dialectos, muchos años después de que la lingüística demostrara que no existen lenguas ni variedades superiores a otras, ya no sólo es indignante, es toda una ostentación de ignorancia. Por otra parte, es muy habitual
confundir la razonable necesidad de los científicos de unificar la
terminología que manejan para entenderse entre ellos, con las
necesidades del resto de los hablantes, que generalmente no requieren
para nada esos niveles de rigor formal. Y cuando los precisan, el propio
lenguaje posee de modo natural un arsenal de recursos para desambiguar
esos contextos... La lengua es un instrumento
mucho más rico y con más posibilidades y recursos para ser eficaz de
lo que sospechan quienes la ven en estado de permanente amenaza. El
cambio (la «corrupción») y la diversidad (la «falta de cohesión»)
no suponen ningún peligro para nadie. Tampoco suponen un peligro para
la comunicación. No hace falta nadie que dicte norma alguna. No es un
problema que en España se diga «bandeja» y en México «charola». El
lenguaje humano está tan bien diseñado (por Dios o por la naturaleza)
que no hay riesgo de incomunicación. Se caracteriza, entre otras cosas,
por la retroalimentación, la autorregulación y la función metalingüística.
Por ejemplo, si no entiendes una palabra, puedes preguntar por su
significado. Que el lenguaje se ocupe del lenguaje. Sabemos lo chocante que puede
resultar esto que decimos. Es un prejuicio tan arraigado el de la
necesidad de la Norma que gente muy abierta en otros temas se arroja sin
dudarlo en los brazos de la Autoridad, académica por supuesto. No es
extraño y entendemos incluso el miedo frecuente a caer en la
descalificación intelectual por no ajustarse a la norma --esto es, por
no hablar o escribir «correctamente»--, que se practica desde tiempo
inmemorial con todos aquellos que no comulgan con la cultura dominante. En las disquisiciones sobre
estas cuestiones se suelen llevar las cosas al límite del dramatismo y
siempre se acaba presentando un falso y perverso dilema: o la corrección
o el caos. Y como no es correcto nada que no esté previsto en los
manuales autorizados, a cualquier partidario de superar los puntos de
vista academicistas se lo califica automáticamente como un partidario
del caos, como un ignorante o directamente como un enemigo del Idioma. Y
se suele cerrar la discusión con afirmaciones de esta guisa: «Si no
hubiera normas, cada uno hablaría (haría) como quisiera». Como si al
fin y al cabo no fuese eso lo que hace, con sabiduría infinita, la
inmensa mayoría de los hablantes. Apocalypse now! Etimológicamente, aberrante no
significa otra cosa que «aquello que se aparta de lo normal». Lo «normal»,
se sabe, no es una función estadística, sino una expresión del poder.
Pero, si pudiéramos prescindir de toda la connotación peyorativa y
moral del término, se podría asumir sin aspavientos como «aberrante»
casi toda la práctica habitual de cualquier persona, ya que casi nadie
en su sano juicio tiene «por norma» ajustarse a la misma, empezando
por el propio profesor Vaquero, que, cuando escribe, viola (posiblemente
sin saberlo) muchas de esas reglas que tanto le preocupan y sin las
cuales supone que el lenguaje se corrompe o sus hablantes se vuelven ágrafos
y afásicos. Pero no somos nosotros quienes
vamos a cuestionar cómo utiliza la lengua el profesor Vaquero o
cualquier otro hablante. Precisamente lo que defendemos es su derecho (y
el de todos) a usar la lengua libremente. Y que nadie se alarme por
ello. Siglos de admoniciones, quejas y lamentos no han servido para que
la gente se ajuste a las normas académicas, y no por ello las lenguas
se empobrecen o se corrompen en modo alguno. Buena prueba de ello es que
las «aberraciones» del profesor Vaquero no impiden que finalmente
comprendamos sus palabras. El profesor Vaquero nos
advierte, en tono apocalíptico, que «existe un peligro cierto de
inmadurez en el lenguaje por el uso intensivo de las computadoras».
Para ejemplificar, menciona el caso de los hackers
estadounidenses, adolescentes que hablan una jerga empobrecida llamada
«technobable», en clara referencia al lenguaje de los bebés. Resulta
asombroso que un profesor de informática --¿o no tan asombroso?--
exhiba tal desconocimiento por el mundo de los hackers, y se
limite a reproducir la visión mediática y totalmente distorsionada que
se suele dar de ellos. El gusto por las comunidades virtuales --ese uso
intensivo de los ordenadores tan «peligroso»-- se fundamenta en un
ideal de relación humana desterritorializada, transversal, libre. Es lógico
que lo perciba como «inmaduro» y «peligroso» quien hace tal defensa
de la autoridad y del mando: sencillamente esos chicos hablan «otro
idioma» basado en el juego, el compartimiento de los conocimientos y el
aprendizaje cooperativo. Pero es aún peor la irrisoria sentencia con la
que cierra su ejemplo el profesor Vaquero: «Sin un dominio del lenguaje
es imposible comunicarnos.» ¿Es que acaso los hackers
adolescentes no pueden comunicarse por hablar esa tecnojerga? De hecho,
se les puede acusar de cualquier cosa salvo de no comunicarse. Este último
prejuicio llevado al extremo es el que permite relacionar la capacidad
para emplear la norma académica («escribir y expresarse correctamente»)
con la inteligencia o con el nivel cultural. El niño que «habla mal»
o «comete errores» es orientado hacia los trabajos manuales, o bien
fracasa escolarmente y deja los estudios, etc. El adulto que no se
ajusta a la Norma y emplea un sociolecto «vulgar» difícilmente podrá
aspirar a ciertos trabajos con prestigio social y siempre mejor
remunerados, pues su ortografía y su gramática delatan su «ignorancia».
(En ese sentido, nos gusta evocar a un notable profesor neoyorquino que
daba sus clases empleando el dialecto del Bronx, sin menoscabo para sus
alumnos o para la materia que impartía, que por cierto era lingüística).
El profesor Vaquero habla también
de «obedecer al principio de respeto y enriquecimiento del lenguaje».
¡Principio de respeto!, ¡principio de enriquecimiento! ¿Estos son
principios lingüísticos? No, no figuran ni han figurado nunca en
ninguna teoría lingüística. Nada tienen que ver con las leyes que
gobiernan el lenguaje y ni siquiera con las reglas gramaticales de una
lengua determinada. Es cierto que las lenguas se enriquecen pero no en
el sentido en que el profesor Vaquero supone: no se enriquecen porque
emplean las palabras con mayor precisión y «corrección», sino porque
--y esto sí es un principio-- sencillamente cambian, varían, así como
varían, cambian o caen en desuso las palabras, las declinaciones... No conforme con sus alarmas
lingüísticas, el profesor Vaquero se aventura también como teórico
de la literatura: ante el fenómeno lingüístico de la ambigüedad, no
tiene mejor ocurrencia que postular que «el dominio de la lengua que
tienen los buenos escritores es lo que les permite la precisión
absoluta en la transmisión de los conceptos o los sentimientos más
sutiles». Es evidente que este profesor desconoce que precisamente
algunos de los recursos más explotados por los escritores a lo largo de
la historia de la literatura --hasta tal punto que para algunos teóricos
constituye su elemento determinante-- son la ambigüedad sistemática,
la primacía de la connotación sobre la denotación, el fenómeno del
extrañamiento y, en general, un uso «aberrante» --anómalo-- de la
lengua. Góngora y Joyce son dos buenos ejemplos de ello. Eficacia probada El siguiente cliché tiene que
ver con la eficacia en el lenguaje. El profesor Vaquero se pregunta y se
responde sin ningún rubor: «¿Cuáles son las lenguas más
eficaces? El inglés y el chino. [...] ¿Y el español? [...]
es claro que no es tan eficaz como el inglés». Y esto es lo que
entiende por eficacia: «poder comunicar las ideas con un mínimo de
reglas y con la mínima cantidad de texto». Cualquier mínima
reflexión repudiaría de inmediato este dislate. Llevando su argumento
al absurdo, la lengua más eficaz sería entonces aquella que pudiera
comunicarse telepáticamente o al menos mediante una sola palabra, una
palabra holística, una palabra-mundo; pero eso parece más un sueño
borgiano que una realidad lingüística. Aunque no tanto: de hecho
existen lenguas aglutinantes como el turco o el finés que en una sola
palabra condensan varias funciones sintácticas; lenguas polisintéticas
como el esquimal que expresan mediante afijos lo que otras expresan con
auxiliares (p.ej. en esquimal urninngissinnaavara quiere decir «yo
no soy capaz de acercarme a él»). El alemán también es capaz de
expresar en una palabra toda una oración (p.ej. donaudampfschiffahrtsgesellschaft,
«sociedad para el viaje en barco por el río Danubio»). Por tanto, si
hablamos de eficacia en términos de economía expresiva y uso de
reglas, estas lenguas podrían ser consideradas mucho más eficaces que
el omniinfluyente inglés. Más todavía. El profesor
Vaquero echa en falta «la flexibilidad morfológica del inglés». Esto
es un disparate. Desde el punto de vista de la morfología flexiva, el
inglés es una lengua paupérrima. Lo mismo puede decirse respecto de la
morfología apreciativa (en comparación con el español, claro está).
Y en cuanto a la morfología derivativa, exceptuando la nominalización,
el español no es menos rico[4]
que el inglés. Que la palabra «encontrador» no se emplee (si es que
no se emplea; no obstante, tenemos «buscador») ni acuse registro en
diccionario alguno, no quiere decir que sea una formación incorrecta.
Cualquier hispanohablante la reconocería como una palabra legítima de
su lengua. Con esto pretendemos decir que el hecho de que no se use no
obedece a una «rigidez morfológica» a la hora de verbalizar, sino
sencillamente a caprichos de la lengua o al azar. El profesor Vaquero,
en este caso, debió buscarse un ejemplo mejor. La idea de lengua eficaz es una
de las más insidiosas aberraciones whorfianas, cuya genealogía se
remonta quizá al efervescente idealismo de Humboldt y subsiste en la
actualidad en opiniones como la que aquí comentamos. El profesor
Vaquero, en lo idealista y disparatado, recuerda precisamente a Whorf,
autor de afirmaciones tan románticas y curiosas como: «La lengua
hopi es más apta para la física moderna que las nuestras porque el
tiempo es concebido por sus hablantes no como movimiento sino como algo
esen-cialmente relativo: un llegar más tarde» (en Lenguaje,
pensamiento y realidad). Esta peculiar distinción lingüística de
los hopi con respecto al tiempo no les ha ayudado a hacer
descubrimientos importantes en el ámbito de la teoría de la
relatividad, sencillamente porque es irrelevante. Que cierto tipo de
lenguas gramaticalicen los objetos, por ejemplo, como largos o cortos en
virtud de su visión del mundo (otra vez el hopi), no las hace más
eficaces o superiores a otras, sino distintas en ese plano. Que el español carezca de un término
para designar el hardware no implica que de haber sido un país hispa-nohablante
el inventor de ese artefacto, no hubiese podido crear o «reciclar» una
palabra para nombrarlo. Si el inglés fuera más eficaz que el español,
en el sentido definido por el profesor Vaquero, es decir, si las
diferencias morfológicas, sintácticas o semánticas determinaran una
ventaja en la manera de aprehender el mundo y en el pensamiento, ¿por
qué un niño de Chicago y otro de Madrid tardan lo mismo en «adquirir»
sus respectivas lenguas? Además, en términos de eficacia, en términos
de lenguaje preciso, ¿qué diferencia existe entre Shakespeare y
Cervantes, entre Los muertos y El Aleph? Concluyendo
Nadie ha demostrado que haya en
el mundo una lengua pura. Pero si alguien aportara una evidencia de que
tal cosa existe en algún lugar ignoto, deberíamos preguntarnos de
inmediato por qué es preferible una lengua sin mezcla. No existe «El
Idioma», la lengua pura; éste no es más que el dialecto del grupo
social que tiene suficiente poder como para imponerlo como lengua modélica.
Pero se da la paradoja de que como también ese dialecto cambia, «El
Idioma» es siempre algo diferente, según pasan los años. Por tanto,
hablar de «El Idioma» es postular la existencia de una quimera, una
espectral idea platónica que vive entre las fantasías engendradas por
la ideología [5]. En realidad, el error está en
creer que haya error alguno al hablar o al escribir. La lingüística
cuestiona la idea de que ciertas formas de hablar son «objetivamente»
inferiores a otras. En el plano científico, todos los lenguajes tienen
el mismo grado de riqueza, de corrección, de coherencia. La lingüística
estudia fenómenos, trata de encontrar algoritmos, no pretende legislar
lo que se puede o lo que no se puede decir. Por supuesto, seguirá
habiendo quien clave sus «dardos en la palabra» de todo incauto que
preste alguna credibilidad a esas opiniones [6].
La paradoja es que quienes se
erigen en Paladines del Buen Uso del Idioma son quienes más perjudican,
no a la lengua (difícilmente podrían hacerlo), sino a sus hablantes.
La lengua, como el software, como todo, vive mejor y evoluciona de un
modo mucho más saludable en libertad. En último término, se trata de
una apuesta ética. Quien no la vea, seguirá el dictado que marcan
algunos censores universitarios y ciertos gramáticos y filólogos, y
alimentará los criterios normativistas, consciente o inconscientemente;
por el contrario, quien rechace los ejercicios de poder y desee que los
hablantes usen libremente su lengua, de modo creativo y sin complejos,
despreciará cualquier intento de monopolio o de utilización ideológica
de la lengua. Notas [1] Utilizamos adrede esta palabra tan
inglesa, que en inglés es un extranjerismo. [2] Un ejemplo bastará para ilustrar
esa ideología: «Es frecuente encontrar folletos comerciales y rótulos
o mensajes públicos en el extranjero que están expresados en un
conjunto de lenguas, excluida la española. ¿Qué defensa se ha hecho
de nuestra lengua por nuestros poderes públicos y nuestras
instituciones? ¿Cómo se puede estar aguantando impávidamente estos
insultos y ese desprecio, por comisión u omisión, a nuestra lengua?»
¿Qué está proponiendo el profesor Vaquero?, ¿que mandemos de nuevo
la Invencible o que invadamos, pongamos por caso, Holanda y Portugal,
para que escriban de una vez los rótulos de sus calles o sus folletos
publicitarios en español? [3] El término cohesión tiene en lingüística
(particularmente en los trabajos de Halliday) un significado
totalmente distinto del que quiere darle el profesor Vaquero; de ahí su
entrecomillado. [4] Términos como «pobre», «rico»,
usados aquí para describir ciertos aspectos de las lenguas, no incluyen
juicio o valoración alguna sobre las mismas. Se sabe que la carencia de
un tipo se compensa con la riqueza de otro, y como resultado todas las
lenguas son igual de «ricas» en términos lingüísticos. [5] Es curioso que el mismo Borges,
que detectaba implacablemente las inútiles multiplicaciones de
entidades (como un orillero que esgrimiera un facón de Occam),
haya caído también en la trampa de este fantasma, al creer que, por
ejemplo, expresiones como «le mató» son incorrectas, es decir, al
creer que tiene sentido hablar de corrección e incorrección; en otras
palabras, al creer que existe «El Idioma» (aunque juzgara que fuese
otro que el prescrito en Madrid).
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