|
ECONOMÍA
La deuda externa: ¿quién debe a
quién?*
Ernesto Gutiérrez Betancor
En los
últimos años, las condiciones de vida de la mayoría de la población de
África, América Latina y Asia han empeorado drásticamente en relación con
la situación en que se encontraban hace tan solo unas décadas. En el
África subsahariana, por ejemplo, el consumo medio por habitante es menor
que en 1970. Los ingresos de la mayoría de los latinoamericanos son
también inferiores, en un 20%, a los que recibían en 1980. Cada vez son
más las personas que mueren a causa del hambre o de enfermedades
fácilmente curables y crece vertiginosamente el número de las que carecen
de tierra e incluso de hogar.
Esta desesperada situación de miseria a menudo se nos presenta como el
producto de una congénita tendencia a la corrupción, la incompetencia y la
ineficacia que, al parecer, caracteriza a no pocos pueblos y etnias.
Vendría a ser el resultado de una suerte de maldición bíblica que impide a
los hombres y mujeres de "el Sur" construir sociedades civilizadas y
democráticas. No obstante, y a pesar de estas dificultades extrañamente
innatas, los gobernantes y las instituciones financieras de los países más
ricos del mundo siempre parecen dispuestos a ayudarles política, cultural
y económicamente.
Al menos, esa es la versión que nos ofrecen los poderosos medios de
comunicación del hemisferio Norte. Sin embargo, los fríos datos
estadísticos se empeñan en mostrar una realidad bien diferente. Lo cierto
es que, gracias al pago de la deuda externa, millones de dólares fluyen,
continuamente, desde los países más necesitados hasta las colmadas arcas
de los Estados Unidos y de las naciones europeas. En 1999, los 41 países
pobres más endeudados (PPME) transfirieron al Norte 1.680 millones de
dólares más de los que recibieron. En el mismo año, los países del llamado
"Tercer Mundo", en su conjunto, realizaron una transferencia neta de
recursos de 114.600 millones de dólares.
A pesar de estos astronómicos pagos, los intereses de la deuda han seguido
aumentándola sin cesar, hasta convertirla en una carga insufrible para los
habitantes de estos países. En 1982 ascendía a 780 mil millones de
dólares. Actualmente se estima que el Tercer Mundo "debe", en su conjunto,
algo más de 2 billones de dólares.
¿Es posible paliar la pobreza con unas economías hipotecadas que deben
destinar la mayor parte de sus ingresos a satisfacer los intereses de la
deuda? Y si no es así, ¿por qué los acreedores, supuestamente interesados
en acabar con esta miseria, se niegan a condonarla a pesar de que su monto
inicial ya ha sido abonado con creces? El África subsahariana, por
ejemplo, entre 1980 y 1996 pagó dos veces el valor de su deuda externa,
sin embargo, hoy se encuentra tres veces más endeudada que hace 16 años.
BREVE HISTORIA DE LA DEUDA
Hagamos un poco de historia para poder entender en qué condiciones se
generó la deuda, quienes contrataron los préstamos y quiénes fueron sus
beneficiarios.
En realidad, si quisiéramos indagar sobre el origen de la deuda externa de
los países subdesarrollados deberíamos remontarnos hasta la época en que
éstos fueron sometidos a la condición de colonias de las grandes potencias
europeas. Durante toda esa etapa sus conquistadores les impusieron una
economía basada en la exportación de materias primas cuyo beneficio iba a
parar a manos de los colonos. Al mismo tiempo, las metrópolis convirtieron
los territorios ocupados en mercados libres de competencia para vender sus
productos. La lógica del sistema capitalista impuso una fatal división
mundial de la producción: mientras a unos se les condenaba a ser eternos
suministradores de materias primas baratas, otros se dedicarían a elaborar
costosas mercancías manufacturadas. El "desarrollo" que los colonialistas
llevaron a estas regiones, excusa que aún hoy se utiliza para enmascarar
la naturaleza brutal de las "gestas" europeas, se redujo, en la mayoría de
los casos, a la construcción de las infraestructuras necesarias para
garantizar el comercio ultramarino y el bienestar de los colonos.
Después de la II Guerra Mundial, y en buena medida como consecuencia de
ésta, tanto el imperialismo inglés como el francés perdieron gran parte de
su antigua fortaleza. En África y Asia se desencadenaron fuertes
movimientos de liberación que acabaron con la época colonial. No obstante,
el legado de subdesarrollo que las grandes potencias dejaron en sus
antiguos dominios sentaría las bases para que, en la práctica, las nuevas
naciones no alcanzaran una auténtica independencia. Los viejos imperios
establecieron las formas contemporáneas de dominio que los EEUU ya habían
ensayado en América Latina* (1). Se trataba de conservar la fachada de
soberanía de los países que habían accedido formalmente a su independencia
al mismo tiempo que se continuaba ejerciendo sobre ellos el control
político y económico.
Las economías de los países recién liberados siguieron dependiendo de las
exportaciones agrícolas y mineras para hacer frente a las importaciones de
productos manufacturados. Por otro lado, muchas de las ex colonias
continuaron recurriendo a las empresas de sus antiguas metrópolis para
abastecerse de todo tipo de productos elaborados. De modo que, para
superar el déficit que generaba este "intercambio desigual", los países
pobres se vieron obligados a aceptar préstamos extranjeros. En teoría el
aporte de capital debía servir para dar un impulso inicial a sus economías
que posibilitase un desarrollo autónomo. Como el desarrollo se
identificaba con el modelo occidental, se planearon grandes proyectos de
urbanización e industrialización que pretendían imitar este arquetipo de
civilización. Pero, con alguna excepción, las obras que llegaron a
realizarse resultaron excesivamente costosas e improductivas. En
consecuencia, las economías de la mayor parte de estos países nunca
experimentaron el anhelado despegue.
En realidad, sucedió todo lo contrario. Para hacer frente a los préstamos
(y a las obras de infraestructura, ejecutadas también por empresas de los
países industrializados), terminarían incrementando, aún más, sus
exportaciones agrícolas y mineras. En definitiva, los créditos sirvieron
para reforzar la antigua división colonial del trabajo. Los países pobres
continuaron suministrando materias primas y productos agropecuarios a las
naciones industrializadas y comprándoles, a su vez, bienes de equipo y
capital y productos elaborados a unos precios mucho más elevados. De esta
forma se perpetuó el "intercambio desigual", y por lo tanto, el continuo
déficit comercial que les obligaba a pedir un préstamo tras otro.
Pero el endeudamiento de una buena parte del llamado "Tercer Mundo" se
multiplicó entre la segunda mitad de los años sesenta y el final de los
setenta del pasado siglo XX; lo que no estuvo determinado, exclusivamente,
por las injustas relaciones heredadas de la época colonial. Precisamente
por esas fechas, los banqueros del norte buscaban donde invertir las
enormes ganancias que habían venido acumulando durante la etapa de
recuperación económica posterior a la Segunda Guerra Mundial* (2) Cuando
la tasa de beneficio en las empresas de los países desarrollados comenzó a
descender, la búsqueda de rentabilidad orientó sus inversiones hacia la
especulación y hacia la "ayuda al desarrollo" de los países pobres.
Enviados de la banca privada, el Banco Mundial y ministros de los países
del Norte utilizaron todas sus herramientas de persuasión para que los
gobernantes de las naciones subdesarrolladas accedieran a pedir préstamos.
Les ofrecían bajas - aunque también "variables"- tasas de interés,
acompañadas de importantes comisiones por cada trato firmado. Un parte
importante de estas "ayudas" consistía en "créditos a la exportación", que
implicaban el compromiso de seguir comprando los productos elaborados por
las empresas de los países donantes. De esta manera, las potencias del
Norte favorecieron el endeudamiento de sus antiguas colonias al tiempo que
conquistaban nuevos mercados para reactivar sus economías.
Al inundar sus mercados con los productos de las potencias extranjeras,
los dirigentes locales sacrificaron cualquier posibilidad de que los
préstamos sirvieran para desarrollar una industria propia. Aunque si
sirvieron para que ellos y otras minorías corruptas -grandes exportadores
nacionales o extranjeros- pudieran enriquecerse hasta el punto de
permitirse gastos tan suntuarios como los del excéntrico presidente de
Costa de Marfil, Félix Houphouët-Boigny* (3). La compra de propiedades en
Europa, el consumo de todo tipo de artículos de lujo o las inversiones de
carácter militar, fueron algunos de los destinos de los fondos que,
teóricamente, debían potenciar el progreso de los países del Tercer Mundo.
Por otro lado, durante la Guerra Fría, los gobiernos occidentales
prestaron dinero a dictaduras y a regímenes corruptos cuya existencia
resultaba beneficiosa para sus propios intereses económicos y políticos.
Dictadores tan sanguinarios como Mobutu en el Congo, Somoza en Nicaragua,
Ferdinand Marcos, en Filipinas o Pinochet, en Chile, recibieron un
respaldo financiero incondicional. Este apoyo les permitió, entre otras
cosas, modernizar los ejércitos que luego utilizarían para reprimir a su
población. En la mayoría de estos países, una legión de gobernantes
irresponsables endeudaron sus economías mucho más allá de sus
posibilidades reales de reembolso.
Mientras, el FMI, una institución que según las declaraciones de sus
propios portavoces "debía velar para que los Estados realizaran una
política financiera sana que les permitiera un desarrollo sostenido y
socialmente equitativo…" se abstuvo de "alertar" a los gobiernos que se
estaban endeudando excesivamente. Prefirió velar – también en esta ocasión
- por los intereses de las grandes potencias y los bancos que necesitaban
"colocar" su excedente de capital.
Un ambiente internacional tan permisivo potenció que la fuga de capitales
se convirtiera en una práctica habitual. Mubutu Sesé Seko, por ejemplo,
sacó del Congo entre 4 y 6 millardos de dólares, mientras, Marcos se
dedicó a "limpiar" Filipinas colocando 3 millardos de dólares en los
mercados inmobiliarios de Nueva York y en diferentes bancos suizos. En
América Latina, dominada por políticos venales, sucedía algo similar.
Según estimaciones del Banco de la Reserva Federal de EE.UU., entre 1974 y
1982 se transfirieron al exterior 84 millardos de dólares desde México,
Chile, Venezuela, la Argentina y el Brasil. La riqueza evadida de esta
manera por ciudadanos de los 15 deudores principales del Tercer Mundo
ascendía en 1987 a 300 millardos de dólares, más de la mitad de su deuda
externa. De esta forma, el capital puesto en circulación regresaba,
multiplicado, a su lugar de origen; al mismo tiempo que se hipotecaba el
presente y el futuro de millones de personas del Tercer Mundo, incluso
antes de su nacimiento.
Esta expoliación a gran escala pudo continuar de manera regular durante la
etapa de crecimiento económico posterior a la II Guerra Mundial y mientras
el valor de las materias exportadas por los países del Sur se mantuvo
relativamente estable. Pero ya a finales de de la década de los sesenta
esta fase de expansión comenzó a dar muestras de agotamiento. El comienzo
de los años setenta trajo consigo una recesión generalizada, agravada por
los aumentos en el precio del petróleo que los miembros de la OPEP
acordaron entre los años 1973 y 1979* (4).
Las consecuencias para los países altamente endeudados fueron
especialmente graves. No solamente se incrementó el precio del petróleo
sino también el de la mayoría de los productos que debían importar para
mantener el funcionamiento de sus economías. Simultáneamente, la reducción
drástica de la producción en los países industrializados produjo un
hundimiento de los precios de las materias primas, que constituían su
principal fuente de ingresos.
Las políticas proteccionistas de los países desarrollados, que impidieron
el acceso a sus mercados a los productos de los países subdesarrollados,
con la intención de superar los déficits de sus balanzas comerciales,
contribuyeron también a agravar la situación.
Este continuo deterioro de los términos del intercambio obligó a los
países endeudados a solicitar nuevos préstamos para poder hacer frente a
las importaciones más básicas. Finalmente, tras la segunda alza del
petróleo, la Reserva Federal de los Estados Unidos decidió elevar los
intereses de los créditos hasta unos límites históricos. Otros países
desarrollados adoptaron medidas parecidas. La gravedad de esta disposición
estribó en el hecho de que no sólo se encarecieron los nuevos créditos.
También aumentaron los intereses acumulados durante años sobre los
antiguos préstamos, la mayoría de los cuales habían sido contraídos con
tipos de interés variable. El incremento exponencial de la deuda, unido a
la recesión económica, desencadenó la "crisis". Los deudores se
convirtieron en morosos y los intereses adeudados se acumularon al
capital. A partir de ese momento, se inició un ciclo, aún inacabado, que
obliga a estos países a pedir nuevos créditos que se utilizan,
fundamentalmente, para intentar pagar los intereses acumulados por los
anteriores.
¿QUÉ ENCUBRE LA PROPUESTA DE "AJUSTE ESTRUCTURAL" DEL FMI?
El nuevo contexto económico mundial, la magnitud de la deuda y el retraso
de los pagos hicieron evidente que los países subdesarrollados no podrían
asumir sus compromisos en las condiciones pactadas. Entonces, las
instituciones financieras internacionales – Banco Mundial y Fondo
Monetario Internacional - propusieron como solución las llamadas
"políticas de ajuste estructural". El programa de ajuste debía servir,
según sus propios creadores, para garantizar los pagos de la deuda más
allá del corto plazo. Pero al mismo tiempo, era la solución que el BM y el
FMI aportaban "para paliar la pobreza y reforzar la democracia" en estos
países. Aunque, teóricamente, el proyecto era tan solo una propuesta, su
aplicación se convirtió en un requisito indispensable para poder
renegociar la deuda y seguir teniendo acceso a nuevos préstamos. Los
posibles donantes, como los bancos privados o los miembros del Club de
París* (5), acordaron que su "ayuda" solo alcanzaría a aquellos países que
contaran con el visto bueno de las instituciones financieras
internacionales. Obviamente, los países endeudados, que dependían
enormemente de estos recursos, no tuvieron más remedio que capitular uno
tras otro ante la presión de sus acreedores.
Uno de los propósitos de los programas de ajuste estructural es el de
"convencer" a los países deudores de que destinen una mayor cantidad de
recursos a aumentar el volumen de sus exportaciones de materias primas.
Más tarde, los dólares obtenidos se deben utilizar para satisfacer los
intereses de la deuda. Entre las condiciones que suelen imponer el FMI y
el BM para lograr sus objetivos se encuentran las siguientes:
a) La disminución del consumo de toda clase de bienes y servicios. A esto,
el FMI lo llama "gestión de la demanda".
b) La reducción o la desaparición de los servicios sociales, como los de
salud, educación y seguridad social.
c) La privatización de las empresas públicas. Con la venta del patrimonio
colectivo - normalmente a empresas multinacionales - se obtienen más
divisas para garantizar los pagos.
d) La devaluación de las monedas locales frente a las extranjeras para
potenciar las exportaciones.
f) La reducción drástica de los subsidios y ayudas destinados a proteger
las economías locales de la competencia extranjera.
g) La apertura total del mercado nacional a la producción y las
inversiones de las empresas multinacionales.
Éstas son, solamente, algunas de las medidas que se aplican a todos los
países que solicitan la asistencia del FMI, independientemente de las
circunstancias especiales de cada uno de ellos. No es demasiado difícil
deducir cuáles son sus consecuencias más inmediatas:
- Las políticas de "gestión de la demanda", al imponerse en las regiones
más pobres del Planeta, impiden a millones de personas el acceso a los
bienes imprescindibles para sobrevivir dignamente.
- El aumento del volumen de exportaciones, por sí solo, produce una
disminución en el precio de las materias exportadas. Como consecuencia,
los países del Tercer Mundo son obligados a exportar más y más productos,
cada vez más baratos. Esto agota hasta la extenuación sus recursos
naturales, reduce la productividad y provoca la degradación de su medio
ambiente.
- Suprimir las ayudas a la producción propia, al mismo tiempo que se abren
los mercados a la producción foránea, más tecnificada – y a menudo
subvencionada directa o indirectamente por los países industrializados –
solamente puede conducir a la destrucción de las economías locales. Éstas
sucumben, necesariamente, ante la competencia de las grandes corporaciones
multinacionales. Y si al mismo tiempo que aumenta la dependencia de las
importaciones se devalúa la moneda nacional se consigue empeorar aún más
las condiciones del intercambio (ya que las importaciones se encarecen).
La apertura indiscriminada de los mercados, prepara el terreno para que
estas empresas y los bancos extranjeros puedan reconquistar los viejos
dominios coloniales implantando su particular dictadura. Sus
multimillonarios beneficios, evidentemente, son enviados a los países del
Norte. Fundamentalmente a los EE.UU. y a la UE
Allí donde el BM y el FMI han conseguido usurpar la soberanía de sus
deudores los resultados han sido similares. Una disminución de las
ganancias procedentes de la exportación con el consiguiente aumento del
déficit comercial y la necesidad de pedir un préstamo tras otro.
A la luz del panorama actual, resulta evidente que esta reestructuración
económica no ha conseguido "paliar la pobreza ni reforzar la democracia en
el Tercer Mundo".Por el contrario, las desigualdades, el hambre y la
mortandad no han dejado de aumentar, al mismo ritmo que la deuda y la
aplicación de las políticas represivas imprescindibles para sostener los
criminales "ajustes".
Aún así, la eficacia de las medidas de las Instituciones Financieras
Internacionales no puede negarse. Los pagos se han venido produciendo con
regularidad gracias a la venta del patrimonio colectivo de los pueblos
endeudados. Además, en los países que han pasado a estar bajo su control,
el FMI ha logrado eternizar la deuda. Es decir, la excusa legal para
continuar, indefinidamente, el saqueo de sus riquezas. En definitiva, es
cierto que los programas de ajuste estructural potencian el desarrollo. El
de los acreedores y el de las corporaciones multinacionales.
LA GENEROSIDAD DE LOS ACREEDORES
A partir de 1994, el Club de París comenzó a negociar posibles reducciones
de la deuda con países africanos avalados por el FMI. Haciéndolo, eso sí,
con cada uno de ellos por separado, ya que a los deudores no se les
permite asociarse. El Club de los prestamistas manifestó su intención de
reducir el monto de la deuda de algunas de las naciones más necesitadas
hasta en un 67%. Pero en realidad, las condiciones para acceder a estos
beneficios eran tan duras que la mayoría de los países tuvieron que
renunciar a ser "ayudados". La reducción total que se concretó en 1995
para todas las naciones del África subsahariana representó menos del 1% de
su deuda.
También el FMI, desde 1999, decidió ofrecer nuevas "facilidades" a los
países pobres más endeudados. Para ello, elaboró una lista con 41
candidatos de los que todos, a excepción de Uganda y Bolivia, continúan
esperando. El trato amistoso hacia estos dos países no ha evitado, sin
embargo, que sus respectivas deudas continúen creciendo.
En realidad, la estrategia de los acreedores no ha variado sustancialmente
desde la crisis de los ochenta. Ésta consiste en disminuir un poco el peso
de la deuda allí donde la situación se torna insostenible para asegurar la
pervivencia del sistema. Cuando el Club de París, el Banco Mundial y el
FMI publicitan – y lo hacen continuamente – la reducción parcial de la
deuda, tergiversan cínicamente la verdadera naturaleza de sus ofertas.
Porque, lo que reducen son los pagos derivados de algunos intereses y en
ningún caso el monto total de la misma.
LA DEUDA IMPAGABLE Y LAS RESPONSABILIDADES HISTÓRICAS
Una de las primeras conclusiones que se extraen tras analizar la magnitud
de la deuda, su ritmo de crecimiento y las posibilidades reales de los
países endeudados es que ésta es sencillamente impagable. Por supuesto,
los acreedores no desconocen esta realidad. Es más, son los primeros
interesados en perpetuar la situación actual y para hacerlo cuentan con
instituciones tan prestigiosas como el FMI y el BM. De hecho, la deuda se
ha convertido en un instrumento perfecto para imponer una relación
neocolonial de explotación al 75% de la población mundial. Pero, para
poder establecer las oportunas responsabilidades es necesario recordar
también de dónde proviene el dinero que las naciones ricas prestan a las
subdesarrolladas. Ya que, en definitiva, éste es el producto del saqueo
practicado en éstas últimas durante cientos de años de dominación
(militar, política y económica). El resultado de una expoliación
continuada que financió el desarrollo de las sociedades occidentales. Por
otro lado, con el "negocio de la ayuda" las grandes potencias obtienen
unos suculentos beneficios que permiten sostener, entre otras cosas, el
irracional nivel de consumo del Primer Mundo.
A todo ello hay que unir el hecho de que los pueblos desangrados por la
deuda nunca asumieron ningún compromiso con los prestamistas. Los
contratos se firmaron al margen de su voluntad y de sus intereses; y jamás
se han beneficiado del dinero de los préstamos. Por el contrario, en
demasiadas ocasiones éstos se utilizan para costear los ejércitos
encargados de reprimir sus legítimas reclamaciones.
Tanto el conocimiento de la historia de la deuda como la comprensión de
los factores que la han perpetuado suscitan, casi de manera natural, una
pregunta: ¿Quiénes son los verdaderos deudores?
Notas y referencias bibliográficas:
(1)El presente trabajo pretende ofrecer una visión general sobre los
orígenes de la deuda del Tercer Mundo y los mecanismos de dominación que
la han perpetuado hasta nuestros días. Al abordar un problema que afecta a
países de tres continentes diferentes desde esta perspectiva,
necesariamente hemos tenido que obviar muchas de sus características
específicas. En el caso concreto de América Latina, por ejemplo, el
endeudamiento durante las guerras de independencia. En cualquier caso,
nuestra intención ha sido la de exponer, de manera sintética y didáctica,
la información y los aspectos comunes que nos parecen más importantes para
obtener esta visión de conjunto.
(2) En los EE.UU., cuya economía se vio estimulada por el esfuerzo bélico,
este periodo comenzó en torno a 1940.
(3) Este político –estrecho colaborador del héroe nacional francés Charles
De Galle- dedicó 350 millones de dólares a la construcción de una réplica
de la Basílica de San Pedro en plena sábana africana. A pesar de su
extravagancia, el suyo no es un caso excepcional. El Emperador Bokassa, de
la República Centroafricana , gastó el 20% del PIB de su país en una
suntuosa coronación de estilo napoleónico.
(4) Mandel, Ernest "La Crisis" Editorial Fontamara. 1975
(5) El Club de París está compuesto por 19 países "prestamistas" que
tienen como objetivo maximizar los pagos de la deuda externa. Sus miembros
deciden de manera conjunta las medidas más adecuadas para alcanzar este
propósito; se reúnen y negocian con los países deudores. Éstos últimos se
presentan ante el Club de forma individual, ya que no se les permite
asociarse.
(6) Chaves, Emilo José "Intercambio desigual, divisas y deuda externa: Su
rol en la desigualdad y la pobreza mundiales" Rebelión. 3 de septiembre de
2002
(7) "La espiral infinita de la deuda" Le Monde Diplomatique
(8) Oliveres, Arcadi "La deuda externa: Signo de dependencia y reto de
liberación" Red Ciudadana para la Abolición de la Deuda Externa
* Tomado de www.rebelion.org
|