Diciembre de 2002 - Año No. 1 - Edición No. 2 |
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FILOSOFÍA
CAMUS Y LA CONDICIÓN HUMANA. Notas sobre "La Caída"
José Luis
Garcés González. “Ningún hombre se ha atrevido jamás a pintarse como es”. Albert Camus
El renombrado escritor
francés Albert Camus nació en Argelia en 1913, y fue hijo de
un bodeguero, Lucien Camus, y de una mujer silenciosa por lo casi
sorda, la española Catherine Sintes, la cual, solo adulta, aprendió a
leer y escribir. Era esta una familia pobre que quedó sin padre cuando el
futuro escritor tenía once meses de edad. Lucien Camus murió en Bretaña,
en la guerra contra Alemania, derribado por un obús, algunas de cuyas
esquirlas le mandó el gobierno francés a la viuda, ya que e cadáver no
llegó.
Camus
empezó a estudiar en un liceo de Orán y en 1930, a los diecisiete años,
principió a escupir sangre. Va al hospital. La tisis lo puede matar, pero
el joven Camus no quiere morir. Flaco y pálido, resistió, y esa vez la
muerte lo respetó. Quedó tan esquelético que sus amigos lo apodaron El
mosquito.
Quizá
su novela as conocida sea “El Extranjero”, en donde narra los
episodios que se sucedieron después del velatorio y entierro de la madre
del narrador, Mersault, un hombre lleno de escepticismo, con una
particular escala de valores: un hombre que no conoció a su progenitor y
para quien la muerte natural no debe suscitar escándalo, por lo cual es
inútil cualquier tropelía; pues ninguna pose, ningún dolor puede
regresar el cadáver a la vida. Es el mismo Mersault quien afirma tajante
que “todo el mundo sabe que la vida no vale la pena ser vivida”; el
Mersault asesino de un árabe, condenado por al indiferencia con que asumía
las cosas de la vida; el Mersault que trató de explicarle al presidente
del tribunal que lo juzgaba: “...cordialmente, casi con cariño, que
nunca había podido sentir verdadero pesar por cosa alguna”; el Mersault
que, próximo a la guillotina, le dice al sacerdote que lo visita en la búsqueda
de una confesión: que tiene poco tiempo disponible y no quiere
“perderlo con Dios”.
Maurice
Nadeau, en su libro “La novela francesa después de la guerra”,
(Caracas, 1971) anota: “Sería justo pensar que, junto al artista, vivían
en Camus el pensador, el moralista, el hombre de acción...Camus le daba
la palabra alternativamente a las tendencias contradictorias que le
destrozaban y se esforzaba, con una voluntad tensa y apasionada, por
armonizarlas. Su genio literario se nutrió de esas contradicciones
mientras esperaba la imposible armonía, la unidad tan deseada”.
En
su ensayos El Enigma, escribió Camus: “Ningún hombre se ha atrevido
jamás a pintarse como es”. Cierto, Camus, como todo hombre, y más en
un escritor de su agudeza, es un ser contradictorio. Lo que asegura en El
Extranjero, por ejemplo, lo rectifica un poco en lo que escribe en “La
Peste”: en aquel campea la indiferencia, incluso ante la indiferencia de
la madre; en la última hay manifestaciones diáfanas de solidaridad, como
bella aunque esquiva expresión del hombre; y así, lo que plantea el Dr.
Rieux anticipa lo que en años después practicarían Albert Schweiter o
la madre teresa de Calcuta.
En
“La Caída”, Jean Baptiste Clemence, capaz de traicionar a todo el
mundo, es lo que Sartre llamó “un sinvergüenza”, que quizá no se
quiere ni a sí mismo. En los cuentos de “El Exilio y el Reino”, por
ejemplo, abandonando la postura moralista, impera la presencia de un arte
narrativo depurado, que ira las profundidades subjetivas de los
personajes. Algunos lo criticaron, y creyeron que había desertado de su
condición de profeta, pero no hay que olvidar: Camus es un escritor, y es
normal que retorne al discurso literario.
Mientras
haya en él una línea esencial de conducta que lo oriente en trasegar por
la vida, no debe alarmas que un hombre sea un ser contradictorio. La
contradicción, si es artista, puede estar en la maneras, en los enfoques,
en la visiones, pero el fundamento de su filosofía se mantiene
inalterado. Su contradicción le amplia el mundo, no se lo reduce.
Se
ha acusado a Albert Cames de indiferentismo. Algunos que no entendías el
desgarramiento que le produjo la Guerra de Argelia lo calificaron de
evasivo o de cómplice con la acción de las tropas francesas. Básicamente
esto no era cierto. Camus, como el Inca Gracilazo de la Vega, se debatía
entre dos fuegos, entre dos amores. Por una parte, estaba la tierra donde
había nacido; por otro lado se hallaba la presencia del país donde se
había hecho el artista literario. Es mas, la postura de Camus, sometida a
laceraciones dolorosas, era una actitud intelectual. Esa actitud no la
producía ningún arrebato del corazón. Era un especie de neutralismo
meditado, una reflexión cultural frente a un problema de tanta
envergadura. Muy distinta, por ejemplo, de la indiferencia mayoritaria que
afecta a nuestra sociedad ante la masacre y la corrupción que está
destrozando a la nación colombiana. Lo nuestro es falta de conciencia,
carencia de una cultura política, quizá negligencia mental.
-2: Camus desconfiaba de la idoneidad del hombre. Desde que enfermó de tisis en su juventud, negó la existencia de Dios. Su personaje de la novela “La Caída” es una muestra válida de su poca fé ante la condición humana, pero esto no le impedía asegurar que el hombre tiene que luchar por la dignidad y la justicia. Unos eran los personajes de sus ficciones; otro, era el ciudadano, el hombre que escribía vinculado a los avatares de su tiempo. Camus, por ejemplo, fue de los pocos editorialistas de la prensa francesa que manifestó su horror cuando fue lanzada la bomba atómica contra Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945.
“La
Caída”, de Albert Camus, es una novela publicada en 1956. Camus ya
cargaba el peso de la fama. Ya había editado “El Extranjero” (1942),
y su posición moral y existencialista estaba definida. En lo existencial,
para sus personajes, el mundo era un absurdo. En lo moral, todas las
acciones eran estériles e inútiles. Y “La Caída” es la caída de
todos; de lo social y lo individual. Del individuo dual. Del fracasado
contemporáneo. Es una autoconfesión decarnada es un quitarse la mascara
y botar toda la podredumbre para desmontar la farsa que se llama Jean-Baptiste
Clemence: la farsa que es el hombre. Y es también la caída de la
sociedad, que , como una ley de la cosa viva, consume el tiempo entre la
derrota y la desesperanza.
En
la novela, el abogado que cuenta, empieza narrando sus dudas, sus bondades
sus conflictos y luego entra a desatar el postigo de lo oscuro para verter
en nosotros toda la dualidad escandalosa de su ser. A diferencia del que
se utiliza en el “El Extranjero”, el lenguaje de “La Caída” es
mas elaborado. Aunque describe paisajes interiores, el discurso logra
expresiones profundas y poéticas.
Como
sabemos, no solo Jean-Baptiste analiza el prójimo; también contra él
gira su escalpelo. “Gritaba a voz en cuello me lealtad, y yo no creo que
haya dejado de traicionar a uno sólo de los seres a quienes amé”,
escribe con total indolencia.
Pero
el hombre no es único. En él coexisten Dios y la bestia. Es doble. Hace
y deshace. Afirma y después niega. En el alma la lucha es permanente. Y
en determinado momento se da mas seriedad de la que en verdad se tiene. ¿Son
serias las cosas humanas? Es una pregunta reiterativa de Jean-Baptiste.
Pero él no la resuelve. Se interroga para dudar. Pero toda esa
incertidumbre se le afianza cuando se entera de que ha estallado la
primera bomba atómica. Y que ya todo, incluyendo la escala de valores, o
será igual.
Sin
embargo, hay una clave en Jean-Baptiste: vive entre los hombres pero no
comparte sus intereses, y lo que hacía mas en serio era en lo que menos
se comprometía. La seriedad era un mascara.
-3:
¿Qué
clase de delincuentes apoderaba como abogado, en su época de esplendor,
Jean-Baptiste Clemence?
Apoderaba
viudas, huérfanos y criminales buenos. Nunca aceptaba sobornos. Defendía
lo que él llamaba “causas nobles” y ejecutó, entre otras, las
siguientes acciones.
-
No recibir paga de los pobres.
-
Rechazar la legión
de honor.
-
Ayudar a ciegos a
cruzar la calle.
-
Dar indicaciones a
los transeúntes.
-
Empujar carros
varados.
-
Dar limosnas.
-
Comprar flores a
alguna vieja sabiendo que ellas las había robado en el cementerio de
Montparnasse.
-
Practicar la cortesía.
-
Ceder el lugar en
el ómnibus o en metro.
-
Recoger objetos que
una señora había dejado caer y devolverlos con una sonrisa.
-
Entregar el taxi a
una persona con mas prisa.
-
Dar chances.
-
Otorgar una butaca
para que una pareja se reuniera.
-
Ayudar a colocar
las vajillas en un viaje.
-
Regalar objetos y
dinero. Para esto, ¿Qué consecuencias tiene?¿para qué sirve? Jean-Baptiste hace la práctica pero no cree en ella. Una cosa es la creencia, otra es la acción. Según parece, la creencia está destinada para arreglar los problemas íntimos del espíritu; la práctica está encaminada a impactar al mundo exterior. Todo esto es inútil. Estos esfuerzos no generarán ninguna gratitud. El ser humano es ingrato por naturaleza. Preguntarnos si estas actitudes tienen vigencia en el mundo de hoy, es realmente innecesario.
-4:
Maneja
Jean-Baptiste en lo social una concepción arcaica, reaccionaria,
destinada a llenar de antagonismos su vanidad. Definirse como un
“partidario ilustrado” de la servidumbre no le aporta claridades a su
visión de vida. Como considera ya no hay un Dios en el mundo, hay que
inventarse un amo. (“dios ha muerto”, escribió Nietzsche en
Zaratustra, y el hombre, entonces, tiene que ser su propio dios). ¿Para
qué un amo? El maestro Rojas Herazo respondería: “Porque nuestra única
e inexorable tares es la de soportar, sin explicación ni descanso alguno,
la condena de vivir”. Y si pensamos así, ante alguien hay que doblar
las espaldas y rendir las cuentas.
¿Qué
clase de criatura somos? Las criaturas de la farsa. Los actores de una
comedia en la cual no creemos. Los participantes de una pieza teatral que
nos han impuesto. Y para corroborarlo, el personaje de “La Caída” se
arrepiente de todas las felonías que ha hecho. Pero el arrepentimiento,
la autocrítica de Jean-Baptiste no es autentica. Él se arrepiente para
poder, después, pecar con mas tranquilidad. El ya clásico pecar y rezar,
y así empatar. La trilogía del fariseo. Este análisis amplio e irónico de la ya trajinada condición humana es un continuo preguntarse. ¿Ser solidario para qué? Después de todo, ¿qué quedaba? Tal vez ni la leve memoria. Pero todas estas reflexiones, estos cuestionamientos, estas perdidas de fé se produjeron luego de u largo proceso, en donde se combinaron la generosidad con las torpes vanidades. Y todo lo conduce a concluir que el hombre moderno hace, fundamentalmente, dos cosas: leer periódicos y fornicar. Informarse y buscar placer. Esta biopsia de las relaciones entre humanos quita, por ejemplo la mascara de la amistad y descubre la falsedad entre colegas, parientes o semejantes. Le arranca la tapa a ese gran caldero de hipocresía que es la sociedad. Lo cual, a la postre, lleva a Jean-Baptiste a informar que “cuando expresamos el dolor por los amigos o parientes muertos, no hacemos mas que amarnos nosotros mismos”.
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